Estoy de acuerdo con usted, señora, en que no es lo mismo lo bonito que la belleza, y que por eso hay quien cree que bonitas son las cosas que nos gustan, y que la belleza es todo lo demás. No le diré que esto siempre es así, pero la verdad es que lo parece; y tampoco es que importe mucho, parece que sí pero no, que uno cree que las personas son bellas, todas, pero las cosas hacen lo que pueden, y no siempre bien. Lo que creo es que lo malo viene cuando uno piensa que las cosas que nos parecen bonitas, además, son mejores porque nos parecen bonitas a nosotros, y a partir de ahí se crean unas teogonías, y unas teofonías, y unas teodicias y, sobre todo, unas teomanías que dan y quitan, el hipo, y es entonces cuando empiezan los enredos, si me consiente la expresión, y las teorías sobre la belleza, sobre lo bello y sobre todo eso que tan feo resulta.

Con esto no le digo nada nuevo, señora, que bien sé que usted es de aldea y allí decir ‘bello’ es solo una manera de decir de una sola vez, por orden y al mismo tiempo, todos los colores y aromas que alguna vez se han sentido, pero estará de acuerdo en que las cosas del gustar nunca son fáciles. A uno le gusta que a la gente le agraden otras cosas, cosas distintas y nuevas, así uno se fija en ellas y descubre tantas, y tanto y todo nuevo y desconocido que, con frecuencia, se siente más feliz si cabe, o cabría o cupiese. A uno le gustan las cosas que le gustan a los demás porque esas cosas hacen un poco más felices a los demás, y no tiene tiempo de pensar si son cosas bonitas, o bellas, que eso son cosas de dejar a quienes saben todo de todo.

Hay quien se preocupa de los nuevos modelos de gustos o bellezas y está bien que así sea, porque alguien tiene que hacerlo, como la horchata y los nombres de los perros; pero es verdad que antes las cosas eran más sencillas y por eso sabíamos que los charcos eran bonitos y que lo bello era ver saltar a los niños en ellos. Uno los veía y se admiraba de una belleza para la que todavía no se había creado su palabra ni su declinación. En un charco cabía un cielo con su sol y a veces con su luna, todo hay que decirlo, y algunos edificios singulares, y hasta casas que se comenzaban por el tejado en ese charco, y pájaros que, por un momento, pasaban y creíamos que saludaban; en un charco cabía una ciudad apretada, y sus gentes aguantando la respiración a la vista de todos; y allí cabían las estrellas y los castillos. Dicen que un hombre se reconoce por las veces que ha saltado en un charco y, la verdad, no sabe uno qué pensar. Los charcos son mapas con los que la suerte que ya está escrita nos invita brindar, a nuestro modo, como lo hacen los niños que no tienen miedo a mojarse, ni a salpicar; uno no es libre, dicen, hasta que ha pisado más charcos que alfombras, hasta que no ha conocido más charcos que países, y hasta que no ha visto su rostro reflejado, riendo, en uno de ellos. Los niños se cogen de la mano para saltar sobre un charco porque nunca saben lo que hay debajo, los adultos creemos que los sabemos pero estamos equivocados, siempre nos equivocamos con las cosas de verdad; los niños no se equivocan, saltan sobre ellos y se ríen y luego callan para que todo siga siendo un secreto, el de ellos. Los niños pisan los charcos y los charcos se hacen huellas para siempre, “un niño estuvo aquí”, parecen decir, y en su superficie vuelve a reflejarse una catedral cuando el agua se serena. Basta con unir los charcos como una constelación, ellos lo saben, porque un charco es una medida, la medida de una pisada, la medida en el suelo de este mundo de una risa, un océano que solo podemos surcar a bordo de hojas caídas.

Y de esto era de lo que quería hablarle, señora, de que anda la gente con la cabeza en los pies. Uno ha visto sus ojos, y cómo se coloca el pelo detrás de la oreja, pero uno no sabe cuántos charcos le quedan por pisar, ni dónde, ni cuándo; pero uno sí sabe qué hay reflejado en ellos, y cómo, y por qué. Uno reconoce el olor de los árboles que en ellos se reflejan como en un espejo, y la hierba segada, y la ola que rompe y rellena el charco que se forma entre las rocas, o en el puerto, o entre las piedras de la calle. Uno sabe que siempre es el mismo charco porque siempre es la misma persona la que queremos que aparezca en él. Y siempre lo hace. Entonces es cuando el hombre se hace adulto y comienza a llamar espejo a los charcos de su casa.

Por eso le digo que uno sabe que hay cosas bonitas, muchas, y que la belleza es que a alguien también le parezca que lo son. Y te lo diga. O no.

Iván Robledo Ray

Cartas a esta señora

1 comment on “Lo bonito

  1. Anónima

    Pues si hay que decirlo, se dice: ¡qué bonito esto que ha escrito!

    Y un charco:

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