Nunca me había planteado qué ocurriría una vez que mi primera novela viera la luz, ni qué repercusiones tendría. Tampoco creo que ningún escritor novel haya dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre esta cuestión. La odisea que supone embarcarse en la búsqueda de un editor que apueste por tu obra ya de por sí acaparó toda mi atención. Los rechazos, las respuestas ausentes y mis propias inseguridades llegaron a acabar con el más mínimo resquicio de las ambiciosas ilusiones juveniles que alguna vez hubieran podido habitar en mí. Es duro, para alguien que quiere dedicarse a la fantasía, recibir semejantes dosis de realidad. Así que, no, no me planteé si el libro cumpliría las expectativas de los insaciables lectores o si me lo encontraría expuesto en los escaparates de las librerías cuando paseara por mi ciudad. Después de tanto tiempo, el único objetivo para el que había cabida era el de publicar y, finalmente, gracias Editorial Amarante, lo conseguí.
Cuando se logra lo que una vez se llegó a considerar imposible, uno puede llegar a sentir la peligrosa tentación de volver a fantasear (será deformación profesional) con lo que vendrá después. A pesar de todo, siempre me he esforzado en mantenerme realista: encabezar la lista de los más vendidos en Amazon, presentar en Fnac, ver una adaptación de tu novela en Netflix o simplemente firmar ejemplares en la Feria del Libro, son metas con las que se sueña de pequeño, pero que no se creen realmente alcanzables. Con todo, el pasado 28 de mayo tuve la oportunidad de ver cumplida una de las aspiraciones que me había obligado a dejar a un lado para evitar frustrarme más de la cuenta en esta carrera de fondo que supone la escritura.

El ayuntamiento de Badajoz había decidido contar conmigo para la Feria del Libro de la ciudad: querían que presentara allí mi primera obra. Debo admitir que formar parte de este evento cultural se me había antojado un objetivo para el que todavía tendría que esperar años (si es que alguna vez llegaba a alcanzarlo) y, a pesar de todo, se acababa de convertir en una realidad tan evidente que resultaba imposible ignorarla.

En un cartel encabezado por escritores de la talla de Luis Landero, Víctor del Árbol o Lorenzo Silva, podía vislumbrarse tímidamente mi nombre. Me quedaba mucho por aprender de los maestros antes mencionados y aún se atisbaba un largo camino por delante, pero me había ganado el privilegio de estar allí, eso era un hecho. Al fin podía llamarme a mí misma “autora”.

Es difícil expresar lo que sentí cuando el ansiado día se me vino encima. Llegué con mucha antelación a la plaza de San Francisco, con el cuerpo invadido por los nervios desde la noche anterior, y me dediqué a merodear por allí para mantener la inquietud lo más lejos posible. Al ver por primera vez mi libro expuesto en el escaparate de uno de los stands sentí una intensa emoción que no era similar a nada que hubiera sentido antes, acababa de dar un paso muy importante: aquel día, mi sueño parecía un poquito más cercano.
La hora se fue acercando y fui distinguiendo más caras conocidas entre el gentío, familiares y amigos que se encargaron de que me sintiera arropada, que me ayudaron a templar mis ánimos en esos momentos previos para los que nadie te prepara, hasta que, sin saber muy bien cómo, me vi a mí misma sentada delante de un micrófono frente una carpa llena de personas que habían venido a oírme “hablar de mi libro” (que diría Paco Umbral). Ya no había lugar para los nervios, solo para dar lo mejor de mí y corresponder al entregado público, de compartir con ellos el proceso de gestación artística de mi pequeño vástago y de celebrar juntos el maravilloso arte de la escritura que tantas penas y alegrías me ha dado.
Un aforo completo en la presentación y una cola en la posterior firma que tardó más de una hora en deshacerse era mucho más de lo que podría haber esperado. No hay palabras para agradecer a todos aquellos que estuvieron conmigo, ya fueran seres queridos o desconocidos: me brindaron su apoyo en todo momento, me abrumaron con sus valoraciones positivas y sus halagos, me hicieron saber que mi novela gustaba, que es lo máximo a lo que puede aspirar un autor, a que su obra llegue a los lectores, que pase a formar parte de ellos. Debo destacar también que la mayoría me formularon muchas preguntas sobre mi futuro para las que desgraciadamente no tenía respuesta, como he dicho, nunca me había planteado qué vendría después de la publicación.
Ahora, una vez pasada aquella maravillosa experiencia, la presencia de esa incógnita irresoluble se ha agravado, el aldabonazo es más fuerte que nunca: «¿y ahora qué?». Quizá, después de tanto tiempo, comienzo vislumbrar una respuesta. Al final, las presentaciones, las firmas, los artículos en el periódico, las entrevistas en la radio o la televisión y, en definitiva, todo aquello que pueda alimentar esa falsa sensación de gloria son meros momentos de efímera notoriedad, llamas que se apagan antes de que empiecen siquiera a brillar. La conclusión más acertada es que, después del primer libro, lo único importante es que venga el siguiente.
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