Cruzaba por la puerta del Palacio de Piedras Albas —el Parador de Ávila—, situado dentro del casco antiguo de la ciudad, a las diez y dos minutos de la mañana de un sábado de finales del mes de abril de un año cualquiera. Había quedado a las diez de la mañana con un ilustre personaje, un abulense de pro para desayunar y hablar de Adolfo Suárez y analizar la importancia que su figura política había alcanzado en el devenir de nuestra historia reciente, por lo que irremediablemente llegaba tarde a la cita. No es que yo crea que la impuntualidad sea un delito penado por la ley; pero sí que la puntualidad es honradez y que presentarse tarde a una cita es hurtar un tiempo a otros y una falta de respeto intolerable. A mi padre, Eugenio Hernández, labrador y ganadero de profesión, aunque comercial de vocación, siempre le escuché decir que era preferible llegar diez minutos antes a una reunión, aunque tengas que esperar, que dos minutos más tarde y que te tengan que esperar a ti. En ese instante, su consejo paternal resonaba en mí memoria tan vivamente que parecía que había vuelto del Más Allá para enmendarme la plana. Y es que esta no era una cita cualquiera. Era el encuentro con un ilustre personaje de la ciudad mejor amurallada del mundo y en la que todavía se pueden escuchar los silencios. Una urbe Patrimonio de la Humanidad, donde se conjuga la mística, la historia, el patrimonio, la cultura y el arte, las fiestas y la naturaleza.



Con estos pensamientos de auto-reproche por mi inaceptable tardanza llegué de forma apresurada hasta la recepción de este majestuoso Parador, preguntando a bocajarro a los recepcionistas (un chico y una chica) dónde se encontraba el comedor, lugar donde había quedado con mi interlocutor.
—Le acompaño yo hasta allí —me comentó amablemente la recepcionista.
Mientras caminaba hasta el comedor, guiado por la recepcionista de este Parador, observando su interior intimista y acogedor, me seguía angustiando la idea de llegar tarde al encuentro con mi interlocutor. Quizás —me dije— él también se retrase, con lo que el entuerto será menor. Sin embargo, mi ilustre personaje se encontraba en el punto de encuentro convenido con rigurosa puntualidad británica a la entrevista, esperando mi llegada junto a la puerta del comedor.
La persona con la que deseaba realizar esta entrevista —que, por cierto, había preparado a conciencia, por “tierra, mar y aire” con la ayuda de algunos amigos— era un prohombre de la Transición; un superviviente de una generación de luchadores por la libertad, la igualdad, la fraternidad y la concordia; una encarnación de todo este convulso periodo; un libro abierto; alguien que vivió intensamente esta época crucial de nuestra historia reciente y que hoy, en el atardecer de su vida, deseaba gustosamente compartir sus vivencias y conocimientos.
Mi entrevistado era un hombre de porte elegante y pulcro; con el aspecto de un perfecto galán de cine americano; ese de traje, corbata, sombrero y rostro bronceado. Alto de estatura y de complexión fuerte. Bronceado de tez al aire libre y un aspecto físico relajado y rejuvenecido. Me llamó la atención también sus zapatos, que parecían recién pulidos por un limpiabotas. Caminaba de una manera resuelta, denotando seguridad en sí mismo. Su voz era armoniosa y calmada. Era una persona vital, tenaz, aguda, rápida siempre en sus reacciones y sus ideas; de esas que atraen y arrastran por su viveza y actitud entregada, desprendida y generosa. Todo un señor, provisto de una potestad natural, cierta nobleza y connotaciones de heroicidad. Cuando hablaba lo hacía reposadamente, eligiendo cada palabra, cada frase y cada pensamiento meticulosamente convencido, como Máximo Décimo Meridio (“Gladiator”, leal servidor del emperador Marco Aurelio), de que lo que hacemos y decimos en esta vida tiene su eco en la eternidad. Cuando me escuchaba lo hacía activamente, singularizándome de tal manera que conseguía que me sintiera la persona más importante de este mundo.
—Buenos días, señor, disculpe mi retraso. Imperdonable por mi parte haber llegado tarde —le comenté algo atropelladamente.
—Por favor, José Antonio, nada que disculpar —me dijo con una franca sonrisa, tratando de quitar importancia a mi retraso de algunos minutos que, aunque entraban dentro de los convencionales diez minutos de cortesía, no dejaban de ser clamorosos minutos de retraso. Luego, tratando de sellar nuestra amistad me dio un fuerte abrazo, un gesto muy característico en él, que realiza de forma espontánea, sin ningún tipo de afectación. En estos primeros instantes de las distancias cortas, donde cualquiera se la juega, observé un detalle que no pasó desapercibido para mí: en su mano derecha llevaba mi ópera prima literaria, “Apuntes de sabiduría”. También examiné otro aspecto significativo: el libro que llevaba en su mano —mi libro— llevaba consigo un separador de páginas, con lo que deduje que este hombre había comenzado su lectura, es decir, se había interesado por mi obra.
—Pasamos, si le parece, José Antonio, al comedor para desayunar y hablar de Adolfo Suárez y la Transición, como me ha pedido.
—Me parece muy bien. ¡Claro que sí!. A esto es a lo que hemos venido. Le agradezco enormemente el que me haya hecho un hueco dentro de su apretada agenda —le comenté, tratando de ir calentando el ambiente de este deseado encuentro.
Nada más pasar al comedor de este legendario castillo del siglo XVI nos atendió inmediatamente un camarero. Mi entrevistado le explicó que veníamos a desayunar y a charlar un ratito, interesándose por la demanda turística en las últimas fechas.
—Bien, vamos bien —le respondió. No nos podemos quejar. Parece que, a pesar de la pandemia, la situación se va animando. El turismo está empezando a responder. Hay buenas perspectivas de cara al futuro. Gracias, señor, por su interés.
—Me alegro mucho —comentó mi interlocutor. A ver si pasamos pronto página a esta situación negativa para el turismo de la ciudad. Luego, exclamó: ¡Ávila os necesita! Vosotros sois en realidad el motor de esta ciudad.
—Gracias, señor, gracias por su apoyo —fue la respuesta de agradecimiento del camarero.
—En esta ocasión vengo a desayunar con José Antonio Hernández, un productor y periodista de RTVE. Él es de Muñana. Ha escrito este libro maravilloso, “Apuntes de sabiduría” —le explicó mostrándole el libro—. ¿Dónde le parece que nos sentemos?.

Pueden sentarse donde les parezca. Pero, en esa mesa de ahí, junto a los ventanales, podrán disfrutar de unas vistas excepcionales —le respondió el camarero señalando la mesa que, a su juicio, era la ideal para apreciar la belleza del jardín con sus restos arqueológicos. Luego, nos ofreció la carta para que solicitáramos la comanda.
—Yo no tengo intención de desayunar —respondí sin mirar la oferta de la carta. Es que ya vengo desayunado de casa. Así que me tomaré una infusión.
—¿Qué tipo de infusión desea? —Podemos ofrecerle un té verde, rojo, de manzanilla…
—Suelo tomar habitualmente té verde; pero hoy me tomaré uno rojo, que hace tiempo que no la bebo. Gracias.
—Pues yo tomaré una tosta de tomate y jamón serrano y un café con leche —fue la petición de mi entrevistado.
—Gracias. Ahora les traigo lo que me han pedido —resolvió el camarero tomando nota.
Una vez que el camarero se dio la vuelta para gestionar nuestro pedido, mi interlocutor me sugirió que nos tuteáramos porque —me comentó— si vamos a hablar largo y tendido sobre alguien que llegó a decir que la libertad es algo que ni siquiera Dios puede negar a los hombres, es mejor que lo hagamos sin corsés. Tan sólo me pidió que no desvelara su nombre pues deseaba seguir permaneciendo en el anonimato. Es que, en este caso, lo importante no es el quién, sino el qué —me aclaró. A continuación me interrogó de un modo irónico, que yo interpreté como un pequeño tirón de orejas.
—¿Pero, bueno, José Antonio, no habíamos quedado para desayunar en el Parador?
—Sí, es verdad, pero es que estoy tratando de adaptarme a la alimentación frugal, la misma que llevó toda su vida Adolfo Suárez… ya sabes, la de la tortilla francesa bien pasada.
—Ja, ja, ja… Excelente ironía. Pero si es como dices, haces muy bien, que hay que cuidarse, aunque de vez en cuanto es conveniente salirse de la norma para poder degustar la rica oferta culinaria que ofrece nuestro país por cada uno de sus rincones. Y, sí, Adolfo Suárez comía de forma frugal —me puntualizó. Lo que poca gente sabe —ampliando su puntualización— es que, además de la consabida tortilla francesa bien pasada que comentaba, le gustaba mucho las patatas con carne o bacalao, las lentejas y el cocido madrileño. Y, según el famoso cocinero de la Moncloa, Julio González de Buitrago, una de sus cenas favoritas en su época de Presidente del Gobierno eran los garbanzos sobrantes del cocido, que freían para él.
Este comentario me alertó de que mi deseada entrevista iba a ser altamente jugosa debido al sobrado conocimiento que mi interlocutor poseía sobre de la figura política y humana de Adolfo Suárez y el convulso periodo de la Transición. Intuí que solía venir muy a menudo por aquí, por el grado de familiaridad que todo el equipo del Parador de Ávila le mostraba.
Mientras llegaba el desayuno me comentó que el equipo de este Parador estaba llevando a cabo un trabajo impecable, poniendo de relieve la riqueza de la cocina castellana, así como otros tantos detalles del servicio que ofrecía este Parador.
—Si vienes a comer algún día aquí —me explicó— no puedes perderte unas buenas patatas revolconas para abrir boca. A continuación debes catar los pucheretes teresianos, el cochinillo asado o el chuletón de Avileña negra ibérica.
—Está claro, que eres el mejor embajador de esta ciudad —le comenté interrumpiendo su explicación.
—No lo creo —me respondió. Los mejores embajadores de la ciudad son personas como este camarero que cada día ponen la carne en el asador para que los turistas se lleven las mejores impresiones de nuestra oferta turística, rica en historia, patrimonio y encanto en cada plaza, en cada calle y en cada esquina.
De alguna manera estaba esperando esta respuesta de mi amable entrevistado. Quienes le conocen bien siempre destacan su gran humildad y disposición para ensalzar al otro, destacando alguna virtud o algún logro. A continuación, como precalentamiento, y antes de entrar en profundidad sobre el tema que nos había traído hasta aquí —la huella de Adolfo Suárez y su participación en la gran obra política de la Transición— le trasladé mi agradecimiento por su interés en la lectura de mi libro. El siguiente “entrante” dialéctico versó sobre Ávila. El amor que sentía por esta ciudad que le vio nacer no parecía conocer límites.
—Es verdad que amo esta ciudad. Me hace sentir abulense por los cuatro costados —me comentó con la máxima contundencia. Te confieso que, aquí, en mi querida Ávila, nunca me he sentido agraviado por nada; tampoco me he tenido que ver en la tesitura de “La Santa” que, según cuenta una leyenda, se quitó sus sandalias a la altura de lo que hoy conocemos como “Los Cuatro Postes”, sacudiéndolas y gritando que de esta ciudad no quería ni el polvo, enfadada por no poder expresar su religiosidad como ella quería. Eso sí, años después volvería a esta recogida y austera ciudad, ya convertida en una gran fundadora de conventos y de orden religiosa.




Cuando sentí que el clima interpersonal era óptimo con mi interlocutor, me animé a dispararle —dialécticamente hablando, claro, con una pregunta enjundiosa relacionada con la situación política actual. Así que, ni corto ni perezoso, le pregunté:
—¿Cómo ves la actual situación política?
—Bueno, verás… parece evidente que últimamente se está imponiendo un criterio de corrección política bastante restringido. Se habla incluso de la tiranía de la corrección política. Esto hace que algunos nos sentimos menos libres ahora que entonces. En alguna parte he leído que, en general, Occidente ha sucumbido a la tiranía de la ideología. Quizás esta afirmación tenga su fundamento. Con el paso de los años venimos asistiendo perplejos a la consolidación de diversos grupos moralistas que se han autoproclamado defensores de determinadas minorías —supuestamente oprimidas de la sociedad— que nos dicen cómo tenemos que hablar, sobre qué debemos debatir, qué debemos pensar y, quién sabe, si algún día, nos exigirán de qué podemos reírnos y de qué no. Y, de verdad, yo me resisto. Los valores que representaba Adolfo Suárez y la época de la Transición, que algunos tuvimos el privilegio de vivir eran, a mi juicio, otros bien distintos a los actuales. Ciertamente, había posiciones políticas irreconciliables en apariencia, pero, ya ves, al final, la concordia entre todos los españoles fue posible; y a mí me parece que fue posible —valga la redundancia— gracias a valores como la generosidad o la empatía.
—Por cierto, a cierto representante político, estrechamente ligado a la figura de Adolfo Suárez —asentí— le escuché decir en cierta ocasión que los llamados valores de la Transición eran, realmente, los propios valores de Adolfo Suárez.
—Yo también comparto esta misma opinión. Adolfo Suárez fue un personaje excepcional, en una etapa excepcional. Creo que su personalidad y liderazgo fueron cruciales para conseguir poner de acuerdo a todas las partes, con sensibilidades políticas antagónicas. En este sentido me parece que no sería exagerado afirmar que los valores de la Transición son los propios valores que Adolfo Suárez llevaba incorporados en su ADN psicológico.
—¿Qué valores? —pregunté.
Mira, en cierta ocasión, con motivo de un acto de homenaje a la Constitución española, Suárez afirmó que, a su juicio, la Transición fue, sobre todo, un proceso político y social de reconocimiento y comprensión del distinto, del diferente, del otro español que no piensa como yo, que no tiene mis mismas creencias religiosas, que no ha nacido en mi comunidad, que no se mueve por los ideales políticos que a mí mi impulsan y que, sin embargo, no es mi enemigo, sino mi complementario, el que complementa mi propio yo como ciudadano y como español y con el que tengo necesariamente que convivir porque solo en esa convivencia él y yo podemos defender nuestros ideales, practicar nuestras creencias y realizar nuestras propias ideas.
—¡Uff! —exclamé. Se puede decir más alto, pero no más claro.
—Sin duda —asintió mi interlocutor. Adolfo Suárez en generosidad, empatía y valentía para decir lo que pensaba es y yo creo que sigue siendo un ejemplo a seguir.
—¿A sí?
—Pues sí. Creo que esta anécdota te convencerá de las profundas convicciones democráticas de Adolfo Suárez y de su anhelo de que España fuera una democracia plena, donde la convivencia entre todos los españoles fuera posible. ¡Ah! Y de su valentía, porque a veces dijo cosas que para decirlas hay que tener lo que hay que tener.
Verás. A los pocos días de que Adolfo Suárez fuera nombrado presidente de la Asociación política denominada Unión del Pueblo Español (UDPE), impulsada desde la Secretaria General del Movimiento, se produjo un encuentro en El Pardo con el Jefe del Estado, el General Franco. Previamente, el Jefe de la Casa Civil, Fernando Fuentes de Villavicencio, como era menester, le había solicitado una copia del discurso que iba a pronunciar durante la audiencia; sin embargo, él obvió este requerimiento; digamos que se hizo un poco el sueco y nunca llegó a dársela.
—¿Pero qué dijo? —le interrumpí, impaciente por conocer qué había dicho Adolfo Suárez en aquella audiencia ante el Jefe del Estado.
—Pues dijo algo que sorprendió mucho a los allí presentes con unas palabras que hay que tener muchas agallas para decirlas. Dijo: Esta Asociación Política no es más que un embrión imperfecto e insuficiente del pluralismo político que será inevitable cuando se cumplan las previsiones sucesorias.
—¡Joder! —exclamé sin poder refrenar mi sorpresa por unas palabras que debieron caer como una bomba de relojería en aquel foro de elevada solemnidad. ¿Y cómo reaccionó el General Franco ante este atrevimiento?
—Pues, mira, el General Franco, al parecer, no se inmutó. Se despidió de los asistentes uno a uno, estrechándoles la mano y cuando llegó el turno de Suárez, le dijo: Suárez, quédese un momento. Cuando estuvieron solos, el Jefe del Estado le preguntó por qué había mostrado tanto empeño en hablar de la inevitabilidad de la democracia. Adolfo le respondió: Porque estoy convencido de que es así, Excelencia. La llegada de la democracia será inevitable porque lo exige la situación internacional. La gente respeta a Franco, pero no quiere esta situación. La gente quiere homologarse con lo que hay fuera, y cuando Franco falte ese deseo de un futuro democrático para España será inevitable.
—¡Me dejas perplejo! —exclamé. Hay que echarle mucho valor para ser capaz de decirle al mismísimo Franco que, una vez que él ya no estuviera, se tendría que abrir un nuevo camino, basado en un sistema político homologable con las democracias occidentales. ¿Y se sabe cómo vivió este momento el propio Adolfo Suárez?
—Pues sí. Confesó a alguno de sus hombres de su círculo de máxima confianza que en aquel momento sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Afortunadamente, aquel incidente no tuvo consecuencias negativas para su trayectoria política. Franco, al parecer, después de su severa inspección visual, le dejó con la boca abierta. En ese caso —le dijo— también habrá que ganar para España el futuro democrático. ¿Te esperabas este desenlace, José Antonio?.
—Pues francamente no, no me lo esperaba. Es una anécdota que, te confieso, no conocía. Sin duda constituye un embrión de su determinación inquebrantable para realizar el cambio político que España estaba preparada para afrontar. Pero… ¡ufff! en aquel instante, Adolfo se la jugó. Su audacia pudo costarle muy caro.
—Sin duda. En aquel momento Suárez era un político joven con gran ambición. El órdago que echó en aquella difícil partida de mus político pudo acabar definitivamente con toda su prometedora carrera política. Podría haber truncado el pronóstico que le hizo a su suegro, don Ángel Illana, durante la pedida de la mano de su hija Amparo: Seré gobernador civil, director general, subsecretario, ministro y, antes de cumplir los cincuenta años, presidente del Gobierno.
—Por cierto. Se ha hablado mucho sobre la enorme ambición política de Adolfo Suárez. El mismo dijo sin ningún tipo de rubor que desde muy joven había soñado con ser presidente del Gobierno y que el poder le encantaba. ¿Crees que fue esta ambición precisamente su talón de Aquiles?.
—No, no lo creo. La sana ambición es indispensable para un político. La tuvo Cánovas, no le faltó a Sagasta y la poseyó Silvela. También la tuvo Abraham Lincoln. La ambición de este hombre permitió, no sólo liberar a su pueblo de sí mismo, sino que abrió un camino hacia la libertad del ser humano. Lincoln, no cabe duda, iluminó en su tiempo y seguirá iluminando al mundo. Hoy le seguimos recordando por su incomparable legado. El Monumento a Lincoln (“Lincoln Memorial”), situado en uno de los extremos horizontales del National Mall de Washington D. C. fue precisamente creado para honrar la memoria del presidente de este “ambicioso” político. Y Suárez, hoy, en España, tiene el respeto general en torno a su persona y su obra política.
Nació en Cebreros, un pequeño pueblo abulense, sin privilegios de ninguna clase; pero, gracias a su noble ambición y de servicio a España contribuyó de forma decisiva a la reconciliación de todos los españoles. Obtuvo en vida el premio Príncipe de Asturias de la Concordia por su “ejemplar comportamiento político en la fundación de nuestra democracia”. Y hoy su nombre aparece en innumerables centros cívicos, calles y plazas de España.
—Y en Aeropuerto más importante de España y de referencia en Europa y en el Mundo por tráfico de pasajeros, carga aérea y operaciones —comenté interrumpiendo su argumentación y, probablemente, anticipándome a lo que él ya tenía pensado decirme.
—¡Claro!. El Aeropuerto de Madrid-Barajas, hoy renombrado “Adolfo Suárez Madrid-Barajas”. Todo un “Suárez Memorial”.

—¡Bien merecido! —exclamé apostillando su comentario.
—Pues sí, bien merecido. Se podría decir que, además del bien merecido homenaje que tú bien señalas, es un recuerdo permanente a la concordia entre todos los españoles. Muchos creemos que Adolfo Suárez simboliza mejor que nadie la superación de las dos Españas.
Al pronunciar lo de las “dos Españas” se hizo un profundo silencio entre los dos. Noté que mi interlocutor se había quedado absorto en sus pensamientos, recordando probablemente momentos y hechos de un momento épico de la Historia de España; reencontrándose mentalmente quizás con aquellos hombres y mujeres que apostaron decididamente por la convivencia, la reconciliación, la concordia y el consenso desde el respeto al pluralismo democrático en nuestro país. Traté de que mi interlocutor volviera al momento presente con una pregunta abierta de fácil respuesta.
—Indudablemente esta magna obra de ingeniería política no se debe a un solo hombre. ¿Qué otros actores crees que fueron relevantes para este profundo cambio de las estructuras del Estado?.
—Claramente S.M. el Rey don Juan Carlos y Torcuato Fernández Miranda —fue su clara y rotunda respuesta. También Santiago Carrillo y Felipe González. Y, por supuesto, muchos otros, cada uno representando un papel fundamental que hizo posible este milagro. Todos ellos —a mi juicio— fueron capaces de ayudar al personaje central, una especie de director de orquesta encargado de hacer que sonara con armonía todos los instrumentos musicales.
Adolfo Suárez, este director de orquesta al que me acabo de referir, es un personaje que hoy, con la perspectiva del tiempo, atrae de forma mayoritaria o, en todo caso, no deja indiferente a nadie.
—Salta a la vista tu fascinación por el hombre que hoy encarna por méritos propios el llamado “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN”.
—Sí. Así es. Yo siempre he sentido fascinación por él. He visto en él a un hombre que se hizo a sí mismo. Alguien que mantenía la convicción y el talante de pertenecer a una mayoría de ciudadanos que deseaba hablar un lenguaje moderado, de concordia y conciliación. Es verdad que no brilló en los estudios, pero esta carencia la suplió sobradamente con su gran carisma personal basado en su viveza, cercanía, capacidad de diálogo, escucha activa, empatía y sencillez. ¡Ah! y su plena convicción de que la actividad política debe ser siempre un servicio a los demás.
—Sí, esto fue así. Según he leído Adolfo Suárez sostenía que la vida y el quehacer público alcanzan su sentido más pleno cuando se desarrollan en beneficio de los demás. Un principio que fue capaz de llevar hasta sus máximas consecuencias. Porque, efectivamente, toda su larga e intensa vida política fue presidida por este principio de servicio a los demás, algo que, según él mismo reconoció, aprendió junto a su padre político Fernando Herrero Tejedor. Hoy, sin embargo, la política se ha convertido en una lucha cruenta de intereses en el que unos y otros se lanzan acusaciones mutuas con un objetivo electoralista, amplificadas por los medios de comunicación. Mientras tanto, el ciudadano, más informado que nunca, queda al margen.
—Sí, esto en gran medida es verdad. Es un hecho constatable que hoy, en casi todas las democracias occidentales hay un gran descontento hacia los políticos y los partidos. En fin, a pesar de ello, debemos seguir manteniendo la esperanza de que la política con mayúsculas sea un medio de servicio a los demás, tal como fue concebida por Adolfo Suárez. Por cierto: ¿Le llegaste a conocer?
—Sí, tuve el privilegio de conocerle en persona. Mi aprecio y valoración por Adolfo Suárez me viene desde pequeño. Mi padre le llamaba “Adolfito”, en términos siempre cariñosos y respetuosos. Tuve la ocasión de mostrarle mi aprecio y admiración durante una cena de Navidad en Madrid del CDS, al que yo estaba afiliado. Le pedí a un compañero de Televisión Española, que lo conocía personalmente y me acompañaba ese día, que me lo presentara porque deseaba trasladarle el agradecimiento de toda mi familia por haber sido tan decisivo en nuestras vidas. Recuerdo vivamente que, tras su discurso de felicitación navideña a todos los afiliados y simpatizantes del partido, y solicitarnos el tradicional brindis, se situó en una mesa presidencial preparada para la ocasión, junto con altos cargos del partido, para recibirnos y charlar con nosotros. Cuando llegó nuestro turno, mi amigo me lo presentó diciéndole que yo trabajaba en TVE. Inmediatamente me comentó que conocía perfectamente a nuestro actual Director General de RTVE, José María Calviño, pues había sido el Jefe del Departamento Jurídico del Ente Público durante su etapa en la que él lo dirigió.
—Claro, claro, es que Adolfo Suárez fue el Director General de RTVE…


—Sí, el nombramiento de Adolfo Suárez como Director General de RadioTelevisión Española se produjo el 6 de noviembre de 1969. Durante esta etapa —le continué explicando, Adolfo Suárez impulsó la autonomía presupuestaria de Radio Televisión Española, dando origen a un servicio público centralizado. Así que, se puede decir que fue el precursor de una política bendecida por sus sucesores que abrió el camino para la creación del mayor grupo audiovisual de España.


—¡Qué interesante!. Un detalle de buen gestor poco conocido. Oye, cuéntame, aprovechaste, por fin, esta ocasión para trasladarle tu agradecimiento?.
—En ese momento no. Tras ese breve comentario sobre su relación con RTVE me firmó una dedicatoria que, por cierto, aún conservo; luego me retiré para permitir que otros afiliados y simpatizantes departieron con él. Tuve la ocasión de mostrarle mi agradecimiento en representación de mi familia en un momento posterior, cuando la gente empezaba a abandonar el restaurante. Cuando lo consideré oportuno me acerqué hasta él con mi amigo y le dije: Presidente deseo trasmitirle, en nombre de mi familia, mi agradecimiento por lo que usted ha hecho por nosotros.
—¿Y qué respondió él?.
—Mientras le trasladaba este mensaje de agradecimiento notaba que su atención sobre lo que yo le estaba diciendo era plena. Pero enseguida se escuchó por megafonía un aviso que le reclamaba con urgencia para atender a un medio de comunicación. Así que se despidió de mí dándome un fuerte abrazo, tan fuerte y con tanta humanidad que no podré olvidarlo jamás.
—Emocionante, José Antonio. Pero, dime, por favor: ¿por qué fue tan importante para vuestra familia Adolfo Suárez?.
—Verás, mi hermana Pilar estaba trabajando en un ministerio por aquella época en que Adolfo Suárez era Director General de Radio Televisión Española. Se enteró por una amiga que en esta empresa pública se ganaba algo más que en el ministerio donde trabajaba y que estaba prevista una próxima convocatoria de plazas para diferentes categorías, por lo que le pidió a mi padre que recabara información sobre estas convocatorias. Lo hizo encantado durante uno de los viajes de negocios que solía hacer cada viernes a Ávila. El punto de encuentro era generalmente la famosa cafetería “Pepillo”. Yo lo recuerdo como un local oscuro, bajo los soportales del Mercado Grande (hoy Plaza de Santa Teresa); una puerta con una escalera de escasos peldaños, acristalada y con grabados esmerilados sobre el vidrio. Un interior de fin de siglo. Gran mostrador. Divanes en las paredes; columnas con las clásicas bolas donde se guardaban diversos utensilios. En fin, “Pepillo” era “Pepillo”: el principal punto de encuentro de todos los abulenses; café, tertulias, algún pequeño espectáculo de varietés, citas de todas las clases, sobre todo de negocios.


—¡Pepillo, todo un símbolo de esta mística y preciosa ciudad! —exclamó nostálgico mi interlocutor, interrumpiendo mi relato.
—Pues en “Pepillo” —comenté, prosiguiendo con mi relato— mi padre consiguió un relevante contacto, que le permitió a hermana Pilar acceder a una entrevista con Adolfo Suárez, el hombre generoso del que, por entonces, se comentaba que ayudaba a la gente de Ávila.

Mi hermana Pilar todavía recuerda perfectamente cómo aquel hombre que, por entonces, “mandaba más que algunos ministros de Franco”, la recibió como si ella fuera la persona más importante del mundo.
—Dígame, por favor, señorita —le preguntó Adolfo Suárez a mi hermana Pilar en su despacho: ¿Qué estudios tiene?. También, por favor, ¿podría indicarme su experiencia laboral?
Una vez que mi hermana le trasladó su interés en trabajar en RTVE, comentando con él su formación académica y experiencia laboral, junto con una breve conversación sobre su adaptación a la vida de Madrid, le confirmó la inminente convocatoria de oposiciones para diferentes categorías, sobre la que sería informada puntualmente al respecto desde su Secretaria. Una vez concluida esta reunión, Adolfo Suárez se despidió de mi hermana acompañándola hasta la misma puerta de su despacho, en un gesto de consideración y cortesía.
—Un gesto que, indudablemente, habla de su gran caballerosidad…
—Ciertamente. Adolfo Suárez era, como bien sabes, un gran caballero. A mi hermana Pilar, una chica tímida de provincias que, por aquel entonces trataba de labrarse un cierto futuro profesional, aquel gesto le impactó de un modo extraordinario e, incluso, hoy, con la perspectiva del tiempo, le sigue impactando aún más. Es que, ¡Así, era Adolfo!, como ha escrito Luis Herrero, en su obra “Los que le llamábamos Adolfo”. “Cuando Adolfo se humanizaba, era irresistible. No se trataba de lo que decía, sino de su manera de hacerlo. Te singularizaba de tal modo que llegabas a creerte por unos instantes que eras el único ser sobre la tierra que de verdad le importaba”.




Y, por cierto. ¿Recibió tu hermana la carta prometida? —me preguntó deseoso de conocer cómo terminaba este emotivo testimonio.
—¿Tú qué crees?. Adolfo Suárez era un hombre de palabra y la palabra para él era ley.
—No me extraña en absoluto. Adolfo era un abulense de pro, de los que presumía que “Los de Ávila somos buena gente: recia, luchadora, sencilla, honrada y sincera”. Y, sí, puedo asegurarte que era un hombre que trataba de cumplir siempre lo que prometía. Su célebre frase “puedo prometer y prometo” hoy ya está asociada íntegramente a su figura. Lo que poca gente conoce es que en las profundidades de esta aparente frase gancho de político que pretende ganarse el voto de los electores, se hallaba un compromiso firme con todo el pueblo español. Hoy podemos leer en el libro “Puedo prometer y prometo” de Fernando Ónega: “No puedo asegurar que se arreglen rápidamente problemas que se vienen arrastrando desde hace muchos años aunque la mayor libertad de ahora los haga aparecer como nuevos. Y no puedo asegurarles nada de esto, porque somos un país con recursos limitados, con deficientes estructuras, con desigualdades irritantes, con una legislación que no se acomoda a la realidad de 1977. Pero si ustedes nos dan su voto, puedo prometer y prometo que…”
—Por lo tanto, claro que mi hermana recibió la carta prometida. Yo la conservo en “un cofre de siete llaves”. Se trata de una carta redactada por la Secretaria de la Dirección General de RTVE firmada por el propio Adolfo Suárez.
—¿Y qué pasó, finalmente? ¿Aprobó tu hermana Pilar aquellas oposiciones para RTVE? —me preguntó intrigado mi interlocutor.
—Sí, en efecto, las aprobó y, al parecer, con buena nota. Recuerdo que mi hermana se preparó unas oposiciones de auxiliar administrativo —acordes con sus estudios— a conciencia. Yo mismo fui testigo de ello, así como el permanente estímulo paternal de nuestro padre que, cual espada de Damocles, le recordada con frecuencia: ¡A ver si vas a dejar en mal lugar al Sr. Suárez!.
Pero, además, hay un detalle que no podemos pasar por alto. Al poco tiempo, la persona que facilitó a mi padre la entrevista de mi hermana Pilar con Adolfo Suárez, le trasladó que el Director General de RadioTelevisión Española le había llamado para comunicarle que había aprobado aquellas oposiciones. Un ejemplo inapelable de cómo los grandes líderes —Adolfo Suárez lo era— revisan hasta el más mínimo detalle todas los asuntos —por nimios que estos sean— de la existencia, en línea con la afirmación de la psicología de que el carácter se revela en todas las actividades de la vida.
Al pronunciar la palabra vida ambos guardamos silencio durante unos instantes, mirando instintivamente absortos el jardín de este precioso Parador donde la tradición afirma que Santa Teresa, de pequeña, venía a visitarlo. Contemplando este silente jardín, me hice más consciente del lugar donde me encontraba, trayendo a mi memoria la imagen de las murallas de Ávila, su impresionante catedral gótica, los conventos teresianos y los palacios adosados a la muralla, parecidos al de Piedra Albas, donde me encontraba, como segundo cinturón defensivo, atestiguando antiguas gestas y sugiriendo la necesidad de conocer leyendas e historias que cuentan con agrado los guías y actores encargados de mostrar esta mágica ciudad.
—Si te parece, José Antonio, podemos continuar nuestra interesante conversación sobre Adolfo Suárez en un salón muy tranquilo de este Parador —me dijo, haciéndome regresar hasta el presente. Es el salón de Campanar. Un sitio que invita al sosiego y la reflexión. De este modo facilitamos que el servicio del Parador continúe con su labor de preparación del salón para las comidas del mediodía.
—Me parece perfecto. El tema lo requiere.
El salón de Campanar es un lugar muy especial, donde se respira historia y cultura. Fue utilizado como biblioteca por Don Bernardino de Melgar, IX Marqués de Benavites, VII de San Juan de Piedras Albas, VI de Canales de Chozas y Señor de Alconchel, jurista, político, historiador, bibliófilo y coleccionista. Un personaje querido y respetado en la ciudad. Fue un destacado protagonista de la vida cultural abulense de la primera mitad del siglo XX porque puso —y mantuvo— abiertas al público una inmensa biblioteca; una ingente colección y unos pioneros Museos Taurino y de Arte Popular que había instalado en su palacio de Ávila, hoy reconvertido a Parador de Turismo. Libros y piezas que, además, con el tiempo, pasaron a formar parte de los fondos de la Biblioteca Pública y del Museo de Ávila, donde continúan configurando de manera notable la gestión cultural de Ávila que el Marqués —por antonomasia— ya ejerció de forma pionera y altruista, cuando ni siquiera se había definido tal labor.



—¿Qué viste en Adolfo Suárez? ¿Quizás la figura de un político ligado a ciertos principios de ética política? —fue mi primera pregunta en la nueva ubicación para esta entrevista.
—Sí. Sé que fue una persona honesta, humilde, sencilla y cercana. También trabajadora. Por esto, Adolfo Suárez era un referente para mí, un camino a seguir. Pero, además, con una actitud esencial: sin miedo alguno. Sin miedo al poder establecido; sin miedo a la “partitocracia”; y sin miedo a lo que pudieran decir. Y todo esto con un fin bien definido en su mente: la defensa del interés general.
—Creo que alguna vez Adolfo Suárez —le comenté, tratando de ampliar su profunda reflexión— afirmó que no hay que tener miedo a nada, si acaso al miedo mismo. Con esta predisposición mental logró que España transitara desde la incertidumbre hasta la concordia, centrando siempre su mirada en todo aquello que podía unir a todos los españoles. A mí me recuerda este planteamiento, de algún modo, al dicho bíblico de que el que pone su mano en el arado y mira hacia atrás no es apto para el reino de Dios.
—Es que la Transición, José Antonio, estuvo presidida por valores muy profundos: la paz y la convivencia; la reconciliación, la aceptación del que pensaba de modo diferente… y, en todo caso, con una mirada siempre puesta en el presente y en futuro, haciendo real el dicho bíblico al que te has referido de que no es bueno mirar hacia atrás.
—Hoy decimos que las cosas están muy difíciles —le comenté preparándolo para la siguiente pregunta. De igual modo que ciertas personas religiosas se encomiendan a sus santos de preferencia, ciertos dirigentes políticos de renombre se han encomendado a figuras políticas de mucha altura para que, de alguna manera, les inspiren en la toma de una decisión importante. ¿Te has tenido que encomendar al “santo” (lo digo con comillas y respetuosamente) Adolfo Suárez?.
—Está bien la precisión porque la cuestión de encomendarse ha de referirse exclusivamente a los santos. Te lo dice alguien que ha llevado en su pecho durante toda la vida a la ciudad de los cantos y los muchos santos. Así que, en respuesta a su pregunta, he de confesarte que en varias ocasiones de mi larga vida política, me he preguntado: ¿En esta situación, qué haría mi amigo, el presidente Adolfo Suárez?.
—Y en esas difíciles situaciones… ¿qué habría hecho el presidente Suárez? —le pregunté algo intrigado.

—Lo primero, escuchar a todas las partes: escuchar sus necesidades e inquietudes; y luego, una vez conocidas esas necesidades e inquietudes, pausar, es decir no tomar las decisiones en caliente, en el fragor de la batalla. Es algo que siempre han tenido muy en cuenta los grandes líderes, muy conscientes de las consecuencias de sus actos. Siempre pensando —y esto quiero recalcarlo— en todos: no solamente en la mayoría, sino también en la minoría, de tal forma que nadie se quede fuera de una importante decisión política.
—Sí —le amplié— en línea de lo que escribió el poeta León Felipe:
“Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo porque no es lo primero que importa llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo”.
—Exactamente. De esto es de lo que se trata: de no dejar a nadie atrás, pensando siempre en el interés general. Dicho de otro modo: lo que un servidor público debe desarrollar en todo momento es la llamada “altura de miras”.
Nuestra conversación sobre el legado ético y moral de Adolfo Suárez continuó dentro de este emblemático salón del Parador hasta casi la una de la tarde. Allí podríamos haber seguido mucho más tiempo si no hubiera sido porque tenía a esta hora un compromiso público ineludible.
Durante este tiempo hablamos largo y tendido de Adolfo Suárez desde un punto de vista humano y político; pero, también desde una dimensión espiritual, como no podía ser de otra manera. Y es que, en esta ciudad, de la que Adolfo Suárez es Hijo Predilecto, se escribieron algunas de las páginas más sobresalientes de la mística hebrea, islámica y cristiana. Nombres como Teresa de Cepeda y Ahumada, Juan de la Cruz, Pedro de Alcántara, Mosé de León, Nissim Ben Abraham o el Mancebo de Arévalo, así lo corroboran. No cabe duda de que en esta ciudad se respira santidad por todos los poros. La misma que con toda seguridad respiró Adolfo Suárez, el primer presidente de la democracia de España, tras la dictadura, sintiendo de una manera muy profunda la huella de “La Santa”, una de las figuras más representativas de la espiritualidad española. Sí, Ávila, la ciudad de la infancia, juventud y madurez de Santa Teresa de Jesús; la ciudad de sus años de ilusiones y proyectos, punto de partida y retorno de sus fundaciones. En fin, Ávila, siempre Ávila, la ciudad de Santa Teresa de Jesús y hoy también la de Adolfo Suárez.

“Soy de Cebreros. El hijo de la Erminia y el nieto de la tía Josefa”. Esta era su conocida carta de presentación. Con su simpatía arrolladora y mirada firme, ejerció con orgullo de abulense, distribuyendo sus descansos veraniegos entre Palma de Mallorca, la Coruña y, cómo no, su querida Ávila. En esta ciudad permanece hoy vivo el recuerdo de un hombre que dejó una huella imborrable en la historia de nuestro país. La Escuela Nacional de Policía, el estadio de fútbol del Real Ávila, que lleva su nombre, el famoso “Puente de la Estación” que para los abulenses es clave porque hasta que fue construido parecía que había dos ciudades, son algunos ejemplos. Y, por supuesto, no podemos pasar por alto tampoco el número 1 de la calle de los Telares. Aquí, a escasos metros de la Casa Natal de Santa Teresa, se erige un coqueto palacete de piedra. Sus paredes fueron testigo de algunos episodios clave de la Transición, puesto que en ella pasó parte de sus veranos el presidente Suárez con su mujer, Amparo Illana y sus cinco hijos. En el despacho de esta casa recibió a Santiago Carrillo para negociar la legalización del Partido Comunista en 1977 y se redactaron algunos borradores de la Constitución. Tristemente, acuciado por los problemas de salud de sus seres queridos, el presidente Suárez se vio obligado a desprenderse del inmueble. Luego, sus nuevos propietarios, los hermanos Diego y Hugo Ortega, del grupo hotelero Fontecruz decidieron abrir un hotel bautizado como “La Casa del Presidente”.


—¡Yo coincidí con Suárez!. —exclamó mi interlocutor, trayéndome de vuelta al histórico lugar en que me encontraba, tras un breve instante de absorción mental. Muchos abulenses que saben que estuve ligado política y humanamente a Adolfo Suárez me paran a menudo por la calle para comentarme que tuvieron el privilegio de conocerlo, recordando algún momento inolvidable a su lado.
—Momentos inolvidables, sin duda, que, aún conservas vivamente en tu memoria. ¿Podrías compartirme alguno?
—Sí, por su puesto. Por aquí, es muy conocida la anécdota de que en las primeras elecciones democráticas el presidente Suárez vino a celebrar con su gente la victoria a Ávila y cogió en sus brazos a un hijo pequeño de un buen amigo suyo, durante tanto tiempo que acabó orinándose sobre él. Pues bien: El presidente Suárez, lejos de protestar malhumorado diciendo, ¡vaya, me ha meado el niño!, respondió a la llamada de la naturaleza infantil, diciendo “por favor, no me lo quitéis, dejad que siga conmigo porque así no tendré que explicar por qué es”.

Tras escuchar esta emotiva anécdota de cercanía y humanidad del primer presidente constitucional de nuestra etapa histórica reciente, ambos mantuvimos unos instantes de silencio, tratando de comprender el significado profundo de su gesto. Luego, mi interlocutor prosiguió con esta reflexión final.
—Ahora otros deben asumir la labor señera de enseñar a las nuevas generaciones la importancia de la figura del primer presidente de la etapa democrática de España, tras la dictadura. Un trabajo de concienciación para que comprendan que la libertad, la democracia o el llamado “estado de convivencia” fue recuperada, como diría Winston Churchill, con “sangre, sudor y lágrimas”.

El interlocutor de mi deseada entrevista se despidió de mí, apremiado por un compromiso público, con un fuerte abrazo y una franca sonrisa, un gesto humano y humanizador muy característico de él. El mismo que me dio en su día a mí, y que hoy sigo recordando vivamente, el propio Adolfo Suárez.
José Antonio Hernández de la Moya y José Francisco Adserias Vistué en EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN.
Fotografías de:
AVILARED
- Pepillo
- El Grande
ÁVILA HOY
- La muralla de Ávila
- La puerta del Alcázar
- Los Cuatro Postes
- Panorámica nocturna
JOSÉ LUIS SÁNCHEZ GALÁN:
- Adolfo Suárez inaugurando calle Concentración Parcelaria de Muñogalindo (Ávila)
- Adolfo Suárez caminando con abulenses
RTVE
- Adolfo Suárez por Ávila con Fernando Abril Martorell
- Con mineros
- Con niños
- Director General de RTVE
- En las Palmas
- En su despacho
- En un bar de Cebreros
- En RTVE
- Firmando autógrafos
- Programa Cesta y Punta
VENANCIO MARTÍN GARCÍA
- El Parador de Ávila
- Estatua de Adolfo Suárez
- La Casa del Presidente
Muchas gracias por acompañarnos. Acceso a las conversaciones.
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La memoria de Suárez, perdida de forma precipitada por mor de desgracias personales, traiciones y una extrema y agotadora forma de entender y ejercer la responsabilidad y el servicio, es recobrada de forma luminosa por este segundo estreno del programa doble de fin de semana (escrito y filmado a la limón por José A. Fernández y José F. Adserias) que es “El Espíritu de la Transición”. Todo un completo y merecido homenaje donde no falta de nada (entrevista, narración, historia, anécdotas, lugares de referencia, reflexiones, fotografías, enlaces a programas, música…).
Qué espectáculo tan lamentable resulta ver a los políticos actuales -incluyo a todos, salvo prueba en contrario- traicionar esa memoria que Suárez sacrificó -por todo y por todos- pero dejó escrita con letras de oro en el Libro de la Historia (la honestidad y la decencia). En una carta enviada a Fernando Onega, con ocasión de su libro “Puedo prometer y prometo”, el propio Suárez resumía lo sucedido durante los tiempos que ocupó la Moncloa:
«Fueron años muy duros y difíciles. Todos los problemas que aquejaban a los españoles estaban palpitantes sobre la mesa de mi despacho. Y había que encontrar para todos urgente y adecuada solución. Estas soluciones tenían que venir dadas por los mismos que, en ocasiones, tan agriamente las requerían. Las soluciones no podían venir caídas del cielo o las buscamos entre todos o no era posible encontrarlas. Por eso había que verter en el país toneladas de comprensión, de tolerancia, el entendimiento común, de solidaridad. Había que hacer entender a los españoles que la sustancia de la democracia consiste en discrepar de un adversario al que se comprende. Y esa comprensión era el primer mandamiento nacional que teníamos que implantar en los corazones y en la voluntad de los españoles. El enfrentamiento de que tantos ejemplos ha dado nuestra historia moderna siempre ha conducido a empeorar los problemas, a aumentar la carga que pesa sobre el pueblo español de sangre, lágrimas y angustias. Había que romper de una vez por todas con la dialéctica de los enfrentamientos civiles (…). Para lograr una España normal, más libre, más justa en la que todos los españoles pudieran sentirse Ciudadanos y no se excluyera a nadie de la convivencia democrática nacional».
Cómo abulense que soy y de amistad con Adolfo Suárez, hay que seguir su espíritu de perseverancia para “dar la vuelta al calcetín,” y demostrar que con un espíritu recio, como decía Santa Teresa, avanzar con diálogo y esperar el turno del cambio. Quizás no nos toque a esta generación pero, debemos transmitir a los demás que el cambio SI SE PUEDE. GRACIAS DE NUEVO J.A., seguimos “construyendo”