El martes 11 de julio de 1972 yo tenía 9 años y vivía con mis padres en Muñana, un pueblo pequeñito de la provincia de Ávila. Me encontraba a dos meses y dieciséis días de abandonar mi etapa infantil y comenzar la adolescencia: un nuevo periodo vital de florecimiento, de proyectos, de descubrimiento de mí mismo y del entorno. Ese día comenzó una final de ajedrez que paralizó al mundo. Evidentemente, mi mente infantil, labrada en una zona rural de la España profunda, no estaba capacitada para comprender la dimensión de este significativo acontecimiento, celebrado en Reikiavik (Islandia), calificado posteriormente como “El Juego del Siglo”.
La bruma del pasado me impide reproducir los detalles de aquel momento; sin embargo, hoy, frisando ya los 60 otoños, recuerdo con nostalgia la escuela rural del pueblo, idéntica a la que describe Antonio Machado en su poema “Recuerdo infantil”: Una tarde parda y fría de invierno los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una mancha carmín. Con timbre sonoro y hueco truena el maestro, un anciano mal vestido, enjuto y seco, que lleva un libro en la mano. Y todo un coro infantil va cantando la lección: mil veces ciento, cien mil, mil veces mil, un millón. Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de la lluvia en los cristales.
También viene a mi memoria —sin herir— que aquel año España participó en el Festival de Eurovisión con una canción de Jaime Morey, un cantante melódico, muy al gusto de aquella época, obteniendo el décimo puesto; y que, en la radio, el padre Peyton, comenzó a rezar el rosario a través de las ondas, y el serial “Simplemente María”, una historia que narraba las desventuras de María, una joven que se ve abocada a abandonar su Santander natal para instalarse en Madrid como sirvienta, hacía furor.
Presumiblemente disfruté de aquel caluroso martes del mes de julio de 1972, dentro del contexto de una España rural “en blanco y negro”, ayudando a mis padres en las labores agrícolas y ganaderas —su principal medio de vida—, con la mirada mental y emocional puesta en mi próxima etapa formativa —los estudios de EGB— que tendría lugar a partir de septiembre, en un colegio de Salamanca de los escolapios. Y, mientras bullía por todo mi ser el anhelo infantil de lo que vendrá, se estaba produciendo un encuentro (“choque”, sería más apropiado) ajedrecístico entre el campeón defensor Borís Spassky, de la antigua Unión Soviética, y el retador Bobby Fischer, de los Estados Unidos.
Hoy he podido comprender la enorme trascendencia de esta pugna deportiva: ambas superpotencias, distanciadas por la llamada “Guerra Fría”, habían encontrado un medio seguro y al alcance de la mano para dirimir sus enormes diferencias. Y es que “La Guerra Fría” —un enfrentamiento político, económico, social, ideológico, militar e informativo iniciado tras finalizar la Segunda Guerra Mundial entre el bloque Occidental (occidental-capitalista), liderado por los Estados Unidos, y el bloque del Este (oriental-comunista), liderado por la Unión Soviética— pugnaba por instaurar un modelo planetario, bajo la constante amenaza de misiles intercontinentales. Evidentemente, “El Juego del Siglo” era un símbolo, es decir, la escenificación de un trabajo diplomático previo orientado a solventar las abismales diferencias entre ambos bloques antagónicos.
En uno de sus libros, Richard Nixon, el presidente norteamericano de aquel momento, escribió: “Ésta fue una semana que cambió el mundo, tal como hemos dicho en el comunicado; una base para construir un puente sobre 16.000 millas y 22 años de hostilidades, que nos han dividido en el pasado”. La semana a la que se refería Nixon era la del 21 al 28 de febrero del año 1972, durante la cual visitó la República Popular China, con el fin principal de normalizar las relaciones sus relaciones. Para los estadounidenses aquella visita fue una acción audaz inesperada, impropia de un político al uso. Por el reportaje internacional de la cobertura de este evento, Max Frankel, de The New York, recibió el Premio Pulitzer y más tarde, en 1984, John Adams, escribió la ópera “Nixon in China”. No era para menos si tenemos en cuenta que aquel encuentro Nixon-Mao sentó las bases para el mundo globalizado que hoy conocemos.
A esta audacia —Alejandro Magno afirmó que “La fortuna favorece a los más audaces”— le siguió otra, y no menor: conseguir que la bandera de EEUU ondeara durante nueve días en el Kremlin, un gesto inaudito ordenado por el mismísimo Leonid Ilich Brézhnev. Este acontecimiento histórico —primera visita de oficial de un presidente norteamericano— se produjo desde el 20 al 29 de mayo de 1972, logrando disminuir la tensión entre EE UU y la URSS. Además de firmar ocho documentos importantes, entre ellos el Tratado ABM y el Tratado SALT I, un acuerdo de no injerencia en los asuntos internos de la otra parte y otro bilateral de cooperación en materia de ciencia, espacio, medicina y protección del medio ambiente, se formalizó un contrato entre el gobierno soviético y la empresa Pepsico para construir una planta de Pepsi-Cola cerca de Sochi a cambio del derecho exclusivo de vender vodka Stolichnaya en EE UU. Sin embargo, no pudo llevarse a buen puerto el deseo de los escolares soviéticos de construir una fábrica de chicles, al ser interrumpida la distensión en 1979, con la invasión soviética de Afganistán. En fin, ya saben, todos los conflictos siempre los pierden los poetas… y los niños que, por cierto, por aquellos tiempos revueltos, solo podían acceder a comer huevos cuando fueran padres, según prescribía la cultura formativa familiar de entonces.
Conforme, pero a lo que íbamos: ¿qué pasó en el Match del siglo? ¿quién ganó aquella partida? Me gustaría decirles que el resultado final de este “choque” fue lo de menos, en línea con una máxima, al parecer apócrifa, de Cervantes, que determina que más importante que la posada es el camino. Aun así, para satisfacer alguna curiosidad, les diré que Fischer se convirtió en el primer estadounidense en ser campeón mundial, despojando a los soviéticos de la corona ajedrecística, con la que habían reinado sin interrupciones desde 1948. Lo de menos, como he dicho, es quién ganó; y es que aquella histórica batalla deportiva era, en realidad, un enfrentamiento simbólico en plena “Guerra Fría” de dos modos diferentes de concebir el mundo.

Al año siguiente, concretamente el 20 de diciembre de 1973, un tren procedente de Salamanca con destino Madrid-Atocha hizo escala —según lo previsto— en la estación de Ávila. Era una mañana fría y de nieve. Yo venía en este tren, recién iniciada mi adolescencia, junto con otros compañeros, para pasar las navidades con mi familia. Mientras cogía mi maleta del estante del vagón pude comprobar que mi padre me esperaba en la estación, visiblemente nervioso. Tras el emocionado reencuentro (habíamos estado separados más de 3 meses), mi padre no pudo controlar ni un segundo más su perturbación y exclamó: Hijo: ¡Han matado a Carrero Blanco! ¡Han matado a Carrero Blanco!
Con mis recién 11 años cumplidos lo más que sabía de aquel hombre al que habían asesinado es que era el presidente del Gobierno de España. Ni podía imaginarme entonces el hondo impacto que provocó en la sociedad española de la época aquel suceso: el mayor ataque contra el Régimen de Franco desde el final de la Guerra Civil en 1939.
Mi padre me tomó de la mano y me acompañó hasta un bar próximo a la estación para descansar del viaje hasta que llegara la hora de salida de la línea de autobuses que nos tenía que dejar en nuestro pueblo. Recuerdo perfectamente que, una vez aplacados los imperativos indemorables de la naturaleza humana, mi padre empezó a entablar una conversación con el camarero de aquel bar sobre el trágico acontecimiento. Están diciendo por la radio —le escuché decir a mi padre— que ha sido ETA. ¡Pero, coño, pero coño! ¿Cómo ha podido pasar esto? —comentó el camarero. ¿Y qué va hacer ahora Franco?.
—Se va a preparar gorda, pero que muy gorda— fue la rápida predicción que hizo mi padre en aquellos momentos sobre las consecuencias que tendría previsiblemente aquel cruel y dramático atentado contra uno de los hombres de la absoluta confianza de Franco. Luego añadió: Según están diciendo por la radio, el atentado se ha producido sobre la 9 y media de esta mañana. Al parecer, Carrero Blanco iba en su vehículo camino del Despacho de la Presidencia del Gobierno, tras haber asistido a su habitual misa diaria, en una iglesia de la calle Callao de Madrid. También están diciendo que el vehículo que lo trasladaba ha quedado hecho añicos.
Ciertamente, la trascendencia política de este atentado —que mi mente adolescente no podía comprender— coincidente, por cierto, con el juicio que se estaba celebrando contra 10 militantes del sindicato Comisiones Obreras —el histórico “Proceso 1001”), era evidente: con el nombramiento en junio de 1973 del almirante Carrero Blanco como presidente del Gobierno, Franco ponía al frente del mismo a la persona de su máxima confianza, la más adecuada —según los sectores inmovilistas del Régimen— para dar continuidad a la Dictadura.

Años más tarde supe que este brutal atentado había afectado notablemente a Franco, hasta tal punto que, al conocer la noticia, exclamó: “Me han cortado el último lazo que me unía al mundo”. A partir de ese momento se abrió una crisis profunda y definitiva del Régimen franquista. Durante los días siguientes al atentado, Torcuato Fernández Miranda, secretario general del Movimiento y vicepresidente del Gobierno, asumiría provisionalmente la Presidencia del Gobierno, antes de que Franco se decantara por Carlos Arias Navarro.

El atentado del Almirante Carrero Blanco supone un punto de inflexión histórico: por un lado, con respecto al comienzo de la descomposición del Régimen de Franco; por otro, por ser considerada la fecha del 20 de diciembre de 1973, fecha del asesinato del Presidente del Gobierno, Carrero Blanco por algunos autores, como el inicio de la Transición política española, dada la relevancia de su figura en la estructura del régimen y el impacto que supuso su desaparición.

La Transición de la Dictadura a la Democracia ha sido para algunos estudiosos un trabajo de ingeniería política modélico; una obra política que asombró al mundo; una jugada maestra. Hoy, la Transición política española ya ha sido abordada desde innumerables puntos de vista. Yo me propongo hacerlo —a partir de este instante— desde una atalaya inexplorada: la de la Transición como jugada maestra, siguiendo los principios contenidos en el ajedrez. Para tal propósito he buscado y hallado a uno de los mejores teóricos del ajedrez que existen en nuestros días en el mundo: alguien que es capaz de hacer fácil lo difícil; un viajero infatigable que considera que viajar es la mejor escuela de vida; un amante de la Historia; un ser humano que vive con gran pasión todo lo que hace; que viene ejerciendo con maestría los oficios de periodista, escritor, comunicador y conferenciante; y, en fin, que está plenamente convencido de que el ajedrez es el mejor gimnasio para la mente. Porque… ¿alguno de ustedes —pregunta de un modo retador con frecuencia ante cualquier auditorio— conoce otra herramienta pedagógica, además de la música, que pueda ser tan lúdica, divertida y eficaz transmitiendo innumerables valores en poco tiempo?

Mi interlocutor tiene un gran sueño: mejorar el sistema educativo de España y del mundo con lo que él considera el mejor gimnasio para la mente: el ajedrez. Un gimnasio mental donde el alumno aprender a perder, un aspecto, por cierto, muy mal visto en nuestros tiempos de hoy; sin embargo, según él —y yo le creo firmemente— perder es imprescindible para poder aprender y progresar. Así que, me insiste en que el ajedrez es una herramienta educativa de primer orden; un espejo donde se refleja la vida; ¡ah! y también un medio para crear milagros, como el que se produjo el 11 de febrero del año 2015 en el Congreso de los Diputados: conseguir poner de acuerdo a todos los políticos en promover el ajedrez como herramienta educativa.
Llegados a este punto, quizás alguien de ustedes se esté preguntando por qué, llevando ya casi dos mil palabras escritas, no he revelado aún el nombre de nuestro conversador: un maestro teórico de ajedrez que nos irá exponiendo los principios sobre los que —a su juicio— se cimentó la Transición política española. La razón se asienta sobre una palabra: paciencia. Sí, paciencia, una virtud poco común en nuestro tiempo actual, caracterizado por la urgencia y la inmediatez y que, sin embargo, la podemos encontrar a raudales en el ajedrez. Así que, les ruego que se armen de paciencia, respiren profundamente, se relajen, y sigan leyendo hasta que acaben por comprender por qué la Transición fue una jugada maestra de estrategia política.
Cuando le escuché decir a mi conversador por primera vez que el ajedrez desarrolla la paciencia pensé instantáneamente en un bambú japonés que, aunque requiere de los cuidados normales de cualquier semilla, no sale de la tierra hasta pasados 7 años. Una vez que sale a la luz no para de crecer hasta que, en tan solo 6 meses, puede llegar a alcanzar una altura de 30 metros.
Afortunadamente en el ajedrez no tenemos que esperar 7 años para conseguir alcanzar un “jaque mate”, pero te obliga pronto a darte cuenta de que los resultados no llegan cuando uno quiere, sino cuando corresponde. Y es que en el ajedrez —me asegura mi venerado maestro— las situaciones hay que idearlas, provocarlas y madurarlas, y luego esperar pacientemente a que lleguen los frutos. En este sentido la Transición fue una operación que requirió de paciencia, de mucha paciencia. Se trataba de resolver un problema nacional de convivencia, derivada de una antigua confrontación cruenta, para el cual, en lugar de cortar de un tajo el nudo gordiano del mismo se optó por utilizar el imperio de la ley rechazando completamente el inter armas silent leges (en tiempo de armas, las leyes callan). Algo que indudablemente requiere de grandes dosis de paciencia.
“Señor, el hombre político que soy quiere ser presidente del Gobierno, pero le seré más útil en la Presidencia de las Cortes”, fue la respuesta largamente meditada de Torcuato Fernández Miranda, el hombre designado por el Rey don Juan Carlos para diseñar la obra de ingeniería política que hizo posible el tránsito desde la dictadura a la democracia. Fernández-Miranda, una vez en la Presidencia de las Cortes —cargo que ocupó desde diciembre de 1975 hasta mayo de 1977— se centró en sacar adelante la que fue su gran obra jurídica y política: la Ley para la Reforma Política. Un desafío, por cierto, no apto para impacientes. Y es que aquella operación requirió de grandes dosis de paciencia, ya que había que convencer a cada uno de los procuradores de las Cortes Españolas (540, nada más y nada menos) para que avalasen con su voto esta Ley que, en la práctica suponía la derogación formal del franquismo. De hecho, la prensa del momento bautizó a aquella operación como el “harakiri”.
Si hubiera que resumir a su mínima expresión todo el complejo proceso de la Transición Política Española, podría hacerse con la histórica frase de once palabras formulada por el propio Torcuato Fernández-Miranda: “De la Ley a la Ley, a través de la Ley”. Aunque nos pueda parecer un trabalenguas o un eslogan publicitario, esta frase es realmente un tesoro jurídico y político de incalculable valor. Desconozco si Fernández-Miranda llegó a leer a Gustave Flaubert, pero no tengo la menor duda de que tenía el mismo convencimiento de este escritor francés de que se llegan a hacer cosas hermosas a fuerza de paciencia y de larga energía.
—Verás, José Antonio —me comenta mi interlocutor— la lista de virtudes, valores y habilidades que desarrolla el ajedrez es muy larga. Me he referido al de la paciencia, tan importante en nuestros días; pero hay muchos más: la comunicación, por ejemplo.
—¿La comunicación? —le pregunto intrigado. ¿Es que hay comunicación en el ajedrez? ¿Pero si los ajedrecistas casi ni se hablan?
—Esto es lo que puede parecer a primera vista: que no existe comunicación durante una partida de ajedrez; sin embargo, el ajedrez es, quizás, la única actividad humana que permite que dos personas puedan mantener una comunicación muy intensa sin tocarse ni hablarse.
Inmediatamente vino a mi memoria la histórica exclamación ¡Este tío tiene cojones!, de Santiago Carrillo, líder del Partido Comunista en la clandestinidad cuando la pronunció. Una frase typical spanish, muy utilizada, por cierto, para describir emociones o referirnos a personas determinadas. Aclaro que no fue empleada en el contexto de una intensa partida de ajedrez, pero sí entre dos contrincantes provistos con herramientas de combate muy diferentes: uno, con una hoz y un martillo; el otro, con un yugo y cinco flechas cruzadas apuntando al cielo. El match, se celebró frente a frente, un domingo 27 de febrero de 1977. Algunos estudiosos del proceso de la Transición consideran que, en realidad, fue cuando se produjo la legalización del PCE, en lugar del famoso “Sábado Rojo”, 9 de abril de ese mismo año, que figura en los libros de historia. En todo caso, sin la legalización del enemigo número uno del Régimen —el PCE—, llevada a cabo por este tío tiene cojones, parafraseando a Santiago Carrillo, las primeras elecciones democráticas celebradas en España el 15 de junio de 1977, no hubieran gozado de ninguna legitimidad; tampoco podríamos señalar como al “15-J”, como fecha del comienzo de la partida para conducir a España desde la dictadura a la democracia.
El histórico encuentro, si bien poco conocido, se produjo en secreto en el chalet Santa Ana, situado en Pozuelo de Alarcón (Madrid), propiedad del abogado y presidente de la Agencia Europa Press, José Mario Armero y de su esposa, Ana María Montes. Los contrincantes tenían algunas cosas en común, a pesar de proceder de mundos completamente opuestos. La primera: su condición de fumadores empedernidos. Según hemos podido saber, Suárez se fumó ese día, una cajetilla de “Canarios”, y Carrillo, dos paquetes de “Peter Stuyvesant”, marca con nombre holandés procedente de Sudáfrica; la segunda: ambos habían contemplado en múltiples ocasiones las fauces del miedo; Suárez, en la figura del Jefe del Estado, el General Francisco Franco, con sus penas de muerte; Carrillo, en la de los jerarcas del comunismo soviético e internacional, ante los cuales sentía —como alguna vez comentó— que cabía la posibilidad de saber por dónde y cómo entraba, pero no por dónde, para dónde o cómo saldría.
La partida se jugó bajo el principio Do ut des, es decir, “te doy para que me des”. Carrillo le exigió a Suárez presentarse en las primeras elecciones con las siglas del partido. Suárez, por el contrario, le planteó concurrir con otras siglas, como independiente. “¡Esto es innegociable!”, señor Suárez —le respondió Carrillo— “Usted tiene que darme la legalidad si quiere tener la legitimidad de su reforma política”. Además, el líder comunista pidió libertad para organizar sus sedes; legalidad para todos sus militantes; excarcelación de sus presos políticos; pasaporte para él y para quienes vivían en el exilio, como Dolores Ibárruri (“La Pasionaria”), entre otros muchos. Suárez, por su parte, puso sobre el tapete, para el caso en que pudiera ser legalizado el PCE, condiciones innegociables como: reflejar en los estatutos del partido la subversión del Estado, la aceptación de la bandera rojigualda, el respeto por la Monarquía, la defensa de la unidad de España, así como la ruptura con la dependencia orgánica, económica y estratégica con sus homólogos internacionales.
Se podría decir que este encuentro secreto e histórico Suárez-Carrillo finalizó “en empate por tablas”, si se me permite utilizar una estrategia del ajedrez. Aclaro que esto de “en empate por tablas”, según me ha matizado mi interlocutor, se da cuando existe mutuo acuerdo entre los dos jugadores, con la condición de que ambos deben haber realizado al menos un movimiento, de acuerdo con el artículo 5.2.3 de las Leyes del Ajedrez. No obstante —me comenta, introduciendo un nuevo matiz— hay que tener también en cuenta el artículo 9.1.1, que prescribe que las bases del torneo pueden prohibir a los jugadores ofrecer o aceptar tablas, bien antes de un número concreto de movimientos, o bien en ningún caso, sin el consentimiento del árbitro.

Evidentemente, aquella emocionante partida de tablero político se efectuó tras muchos movimientos y, a mi juicio, “en empate por tablas”. Ambos interlocutores utilizaron, consciente o inconscientemente el win-win (“ganar-ganar”), el mejor paradigma de interacción humana según la ciencia psicológica, sociológica y pedagógica, aconsejable para aplicar siempre en multitud de circunstancias como la resolución de conflictos, negociaciones profesionales, estrategias de marketing o dinámicas de grupos. Con él ambas partes salieron plenamente satisfechas. El acuerdo quedaría sellado con un fuerte apretón de manos, seguido —seguramente— de un abrazo, un gesto muy utilizado por Adolfo Suárez para trasladar a su interlocutor su afecto y consideración. Suárez —según se ha escrito— volvió a Moncloa en un pequeño Seat blanco, satisfecho, pero preocupado. “Hay serios obstáculos; la legalización no depende de mí ni del Rey” —le dijo a Carrillo—, sino de otros poderes que son muy hostiles”, en referencia a los militares. Y Carrillo salió de aquel chalet de Pozuelo de Alarcón muy satisfecho; tanto que pidió a su anfitriona y choferesa Ana, que le acercara a la embajada de Rumanía en Madrid, para contarle por teléfono a Ceaușescu el resultado de la reunión.
Al comentar con mi interlocutor este increíble episodio me vuelve a recordar que el ajedrez es un espejo de la vida. Me insiste en que los principios que contiene y las virtudes que desarrolla pueden ser de aplicación en todos los ámbitos de nuestra vida. En el de la política se puede observar claramente en situaciones difíciles como la del encuentro clandestino Suárez-Carrillo en las que hay que negociar bajo presión y tomar decisiones con rapidez. Luego me formula una pregunta de un modo provocativo: ¿Sabías que el ajedrez es una herramienta magnífica con capacidad crear una Alianza de las Civilizaciones?
—¡Hombre! —exclamé —te acepto tu afirmación de que el ajedrez es uno de los mejores gimnasios para la mente; que es una gran herramienta educativa; que desarrolla la paciencia y la comunicación; que te hace comprender que cuando pierdes aprendes y, por lo tanto, creces; que es un juego muy divertido apto para todas las edades; también un arte porque crea belleza en todas sus partidas e, incluso, que puede ayudar a mejor las relaciones diplomáticas siguiendo el ejemplo del “Juego del Siglo” entre Borís Spassky, de la antigua Unión Soviética, y el retador Bobby Fischer, de los Estados Unidos… ¿pero que, además, tiene la capacidad para crear una Alianza entre Civilizaciones, no crees que es una afirmación algo exagerada?
—No lo es y te daré las razones. Alfonso X el Sabio escribió en el año 1283 un libro sobre el ajedrez titulado: “Juegos de ajedrez, dados y tablas con sus explicaciones ordenadas por el rey Alfonso el Sabio”. Se trata del libro más antiguo sobre el ajedrez que nos ha llegado, escrito baja esta premisa: El ajedrez es una magnífica herramienta para la buena convivencia entre judíos, musulmanes y cristianos.

—¡Qué sorpresa! Es que yo siempre he relacionado a Alfonso X con los libros y el mecenazgo cultural, pero nunca me había planteado que este rey sabio se hubiera interesado por el ajedrez.
—Este gran rey castellanoleonés, hijo de Beatriz de Suabia, una mujer políglota de elevado nivel cultural, se interesó por todas las manifestaciones culturales del momento, entre las que se encuentra el ajedrez. Y, como sabes, a él le debemos la apertura de la primera institución educativa europea en obtener el título propiamente de Universidad: Salamanca; y el impulso de la Escuela de Traductores de Toledo, una iniciativa de calado trascendental para dar consistencia a la nueva prosa castellana.

—¿Y lo de la Alianza de Civilizaciones? —pregunté intrigado.
—Evidentemente, el Rey Alfonso X propuso la Alianza de Civilizaciones dentro del espacio peninsular de la época, como se refleja en el conocido dibujo de la tienda real, en el que aparecen dos lanzas verticales juntas mirando hacia el cielo, queriendo significar un elevado interés superior, evocador de concordia. Setecientos años más tarde, la URSS consiguió este propósito implantando el ajedrez de forma obligatoria en 1924, como herramienta multidisciplinar en todas sus repúblicas.
¡Equilicuá! —exclamé al ser consciente de la sabia reflexión de mi interlocutor en torno a la figura del Rey Alfonso X el Sabio, su herencia cultural y su relación —para mí desconocida— con el ajedrez. Pero es que, además, no pasaron desapercibidas dos palabras claves y significativas para mí: Salamanca y concordia; dos vocablos expresados en contextos diferentes por mi interlocutor que, por arte de birlibirloque, mi mente analítica me llevó a juntarlos, trayendo a mi memoria la histórica expresión: “La concordia fue posible”.
“La concordia fue posible” —me recordé— es una sentencia inapelable que reza como epitafio sobre la lápida de la tumba de Adolfo Suárez en la Catedral de Ávila y en los muros de la Universidad de Salamanca, recordando a uno de sus alumnos más relevantes del siglo XX. Una expresión que, a mi juicio, lleva en su seno una fuerza, una energía, un espíritu: “El espíritu de la Transición”.

Generalmente, cuando pronunciamos la sentencia “La concordia fue posible” pensamos automáticamente en las desavenencias profundas entre españoles durante la Segunda República Española, que derivaron en una cruenta guerra civil, y a continuación en una larga dictadura que no integró a quienes pensaban de otro modo. Sin embargo, yo creo que esta sentencia debería ser aplicable con carácter retroactivo, al comprobar que España contiene una historia de conflictos, anteriores a los del año 36, que, fuera de nuestras fronteras suele asociarse con los grabados de Goya, es decir, con el dogmatismo, el autoritarismo y el atraso.
Indudablemente, el cambio político surgido tras el 20 de noviembre de 1975, impulsado por el llamado “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN”, ha conseguido que España se haya transformado en un modelo democrático estable, con una alta renta anual per cápita y una calidad de vida excepcional, que la sitúan entre los países más privilegiados del mundo; y ello en menos de un cuarto de siglo. Dicho lo cual, nos hacemos la perpetua pregunta retórica: ¿qué fue primero, el huevo o la gallina?, es decir, ¿los valores prevalecientes, destilados a lo largo de los siglos impulsaron los cambios, o los cambios impulsados por el “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN” generaron unos nuevos valores en la sociedad española que consiguieron llevar a España hasta los actuales niveles de desarrollo en todos los ámbitos de la vida?
En una primera lectura, muy probablemente nos decantemos por la segunda hipótesis, es decir, la de que la calidad de vida de la que gozamos hoy en día sea la consecuencia de los cambios impulsados desde el 20 de noviembre de 1975; sin embargo, con lecturas posteriores, entrando en detalles y con mayores niveles de reflexión, debemos inclinarnos por la primera, esto es, la de que experiencia acumulada a través de los siglos propició el aprendizaje en el cambio de las sociedades, y muy especialmente entre las clases dirigentes que son, en definitiva, las que adoptan las decisiones que posteriormente validan y asumen la sociedad en su conjunto. Y, así, Inglaterra, por ejemplo, antes de alcanzar un estatus de alto valor democrático tuvo largos periodos de intolerancia y persecuciones, terribles guerras civiles y religiosas y hasta con reinas y reyes decapitados. Y por lo que respecta a EEUU, a la que consideramos el paradigma de la libertad y la democracia… ¿han alcanzado estos parámetros de alta cultura democrática por tradición cultural propia o como herencia de unos valores y principios aprendidos de su “madre” anglohispana, con una historia previa de violencia y frustraciones?
“El pasado no nos dirá lo que debemos hacer —escribió el filósofo español José Ortega y Gasset—, pero sí lo que deberíamos evitar”. También que “La historia de la Humanidad es la historia de sus errores, la larga experiencia destilada a través de los siglos”. En este mismo sentido, mi interlocutor, del que os hablaré muy pronto, una vez superado el examen de paciencia logrado por aquellos que han sido capaces de leer pacientemente mis humildes reflexiones sobre el ajedrez y el “ESPÍRITU DE LA TRANSICION”, me ha comentado que, precisamente, el ajedrez nos enseña a aprender de nuestros propios errores.

Y es que en el ajedrez —me insiste— no le puedes echar la culpa de tu derrota al árbitro, ni a que está lloviendo o que el terreno de jugo no es el apropiado; tampoco a la suerte. De hecho, muchos grandes ajedrecistas han afirmado que para llegar a lo más alto de este deporte hay que asumir muy bien los errores, los propios errores. Cuando uno pierde, ha de preguntarse: ¿Dónde me he equivocado? ¿Qué tengo que hacer la próxima vez para no cometer un error parecido a ese? Es decir, para llegar a ser un excelente ajedrecista hay que desarrollar un pensamiento autocrítico de manera permanente.
“He llegado al convencimiento de que hoy —declaró Adolfo en su solemne comunicado por televisión a todos los españoles, el 29 de enero de 1981, con motivo de su dimisión irrevocable—, y, en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia… Me voy, pues, sin que nadie me lo haya pedido, desoyendo la petición y las presiones con las que se me ha instado a permanecer en mi puesto, con el convencimiento de que este comportamiento, por poco comprensible que pueda parecer a primera vista, es el que creo que mi patria me exige en este momento”. Un ejemplar comportamiento de autocrítica, sin duda. Una impecable declaración en la que no culpa ni a nada ni a nadie. En fin, un modelo de liderazgo.
Aquel gesto heroico de dimisión, en el que asume completamente la derrota, ha quedado ya totalmente fijado en el inconsciente colectivo de todos los españoles. Desconozco si Suárez jugaba al ajedrez; sin embargo, sí sabemos que era un consumado jugador de mus, un juego de ingenio, inteligencia y empatía con el compañero. Un juego que, como el ajedrez, te enseña a perder y que perdiendo se crece y, por ende, se gana.
Adolfo Suárez discurso 6/4/78
Aquella histórica dimisión no fue un hecho aislado. Más tarde, el primer presidente de la democracia española volvería a demostrar a todos los españoles que el errare humanum est forma parte de la naturaleza humana y como tal hay que asumirlo.
Adolfo Suárez: Dimisión en 1981
“Debo asumir —declaró con gesto grave, tras el varapalo de los resultados de las elecciones regionales y locales de mayo de 1991— la responsabilidad absoluta de este resultado y, por lo tanto, presento mi dimisión como presidente del CDS”; a continuación añadió: “Esto es lo que debe hacer un líder de un partido con una estructura presidencialista, cuando obtiene un varapalo de esta magnitud”.
Lo podría haber dicho más alto, pero no más claro. Con esta declaración, Adolfo Suárez, ofreció a todos los españoles un nuevo mandamiento político último, antes de retirarse definitivamente de la contienda política: que las creencias y las convicciones hay que traducirlas en actos, así como que la vida y el quehacer público alcanzan su sentido más pleno cuando se desarrollan en servicio a los demás.
Adolfo Suárez: Dimisión en 1981
—Me parece que fue un gran mandamiento que todos los políticos deberían tener muy presentes en todas y cada una de sus actuaciones —me apostilla mi interlocutor. Un mandamiento, por cierto, que también está presente en el ajedrez al estimular la toma de decisiones, al reforzar la madurez emocional, o al fomentar la tolerancia, permitiendo que otras personas piensen de forma diferente. En fin, el ajedrez, como todo juego donde se contemplan unas reglas, implica tener un respeto por las ideas de los demás, y enseña que las decisiones que se toman traen consecuencias inesperadas.
—Pues, sigamos por este maravilloso sendero del ajedrez, algunas de cuyas reglas estuvieron presentes en esa época histórica convulsa que hemos convenido en llamar “La Transición”. Y a ver si somos capaces —comenté expresando un anhelo muy sincero— de que sirvan para concienciar a las presentes y futuras generaciones de la imperiosa necesidad de dotarse de valores profundos, todos ellos inherentes en el ajedrez; los mismos que hicieron posible la concordia entre todos los españoles; los mismos que han hecho grandes y prósperas a todas las sociedades de todos los tiempos y regiones.
Y ahora sí. Ya no me es posible mantener oculto por más tiempo (el tiempo, por cierto es una pieza más del ajedrez desde 1861) el nombre de mi interlocutor o conversador, con el que he mantenido esta conversación en torno a los valores del ajedrez y de la Transición de manera virtual, dado que su condición de viajero infatigable le sitúan siempre por esos mundos de Dios. Su nombre —por fin despejo este enigma que les ha tenido a todos ustedes en vilo—es Amador González de la Nava. Nació un 12 de diciembre de 1972 en Salamanca, el año en que se celebró el llamado “Juego del Siglo”, un choque ajedrecístico (con amplio significado político) al que me he referido al inicio de este texto entre el campeón defensor, Boris Spassky, de la antigua Unión Soviética, y el retador Bobby Fischer, de los Estados Unidos. En esta fecha el presidente de EEUU era Richard Nixon y por el mundo se escuchaban las canciones “Me And Mrs. Jones” y “My Ding-A-Ling” de Chuck Berry; se veía “Avanti”, la considerada mejor película de Billy Wilder y se leía la novela de suspense, “The Odessa File”, de Frederick Forsyth.
El año en que nació mi interlocutor, Amador González de la Nava, Salamanca seguía siendo la ciudad del “arte, el saber y los toros” o, en expresión actualizada, del “turismo, las universidades y el ibérico”. Una urbe cuyos orígenes se remontan a la primera Edad de Hierro, presumiendo, entre otros muchos alicientes, de albergar la Universidad más antigua de España y, en cierto momento histórico, la más prestigiosa de Occidente. También de ser la cuna del ajedrez moderno. Sí, han oído bien: Salamanca, cuna del ajedrez moderno. Y es que, entre los años 1495-1497, las reglas del ajedrez, que se habían mantenido inalterables durante siglos, sufrieron una gran transformación al incorporar la figura de la dama al juego en sustitución del firzan o alferza, pieza que tenía una escasa capacidad de movimiento. Según reconocidos especialistas, la nueva figura de la dama pudo inspirarse en la reina Isabel I de Castilla, una pieza poderosa en honor de una reina poderosa. Estas nuevas reglas fueron recogidas en un tratado intitulado: “Arte de ajedrez con ciento cincuenta juegos de partido”. Se trata de un incunable, uno de esos primeros libros producidos desde Salamanca con la nueva tecnología creada por el orfebre y herrero alemán Johannes Gutenberg.
Salamanca Cuna del Ajedrez Moderno – “525 años del primer tratado de ajedrez moderno“
Así que, no debería de extrañarnos que, en este entorno del máximo interés por el saber y de vinculación con el ajedrez, haya surgido un gran maestro y entrenador de la Federación Internacional de Ajedrez, que recuerda con mucho agrado las tablas conseguidas frente al campeón del mundo Garri Kaspárov en partida simultánea a 8 tableros en Salamanca, en el año 1997.

Antes de despedirme, permítanme que les haga una confesión. Creo que les será de gran utilidad. Se trata de una decisión personal, tomada con consciencia y determinación mientras escribía este texto, probablemente influido por la pasión y sapiencia que contagia el maestro Amador González de la Nava por el ajedrez. Es la de volver a retomar la práctica del ajedrez de un modo habitual, para seguir creciendo y madurando en todos los aspectos como persona. Es que, el ajedrez —suele comentar a menudo Amador González de la Nava— ha forjado mi carácter.
Laura Martínez Gimeno entrevista a Amador González de la Nava para Acalanda TV
Anímense, pues, y hagan como yo. Que tendrán mucho que ganar y nada que perder (aunque pierdan, pues con el ajedrez se aprende a aprender y el valor de la capacidad de la tolerancia a la frustración ). Y, para el caso de que alberguen algún género de dudas, hagan también como yo: coloquen en lugar visible la siguiente relación de beneficios que puede aportarles la práctica habitual del ajedrez.
- Ayuda a desarrollar el cálculo y a visualizar.
- Ejercita el cerebro para la resolución de problemas.
- Fomenta el rigor mental y el orden en el pensamiento.
- Ayuda a pensar de forma lógica.
- Estimula la toma de decisiones.
- Refuerza la madurez emocional.
- Incentiva la paciencia.
- Promueve la tolerancia.
- Desarrolla las cinco inteligencias de Gardner: matemática, espacial, lingüística, interpersonal e intrapersonal.
- Cultiva todos los cinco aspectos de la inteligencia emocional de Goleman: Autoconciencia; Autorregulación; Motivación; Empatía; Habilidades Sociales.
Estimado lector de Acalanda, nos comenta Amador que ahora gratuitamente puedes aprender a jugar al ajedrez con tres cursos gratuitos:
Y, recuerda, estás invitado al Festival de Ajedrez, Salamanca cuna del Ajedrez moderno que pronto iniciará su quinta edición.

Y, sobre todo, recuerden siempre que el ajedrez, como el amor y la música, tiene el poder de hacer felices a los hombres.
José Antonio Hernández de la Moya y José Francisco Adserias Vistué en EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN.
Fotografías de:
- Alberto Romero
- Salamanca Chess Festival
- Wikipedia – ANEFO
- Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca
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María Zambrano (filósofa e intelectual comprometida cuyo pensamiento se centra en la condición humana a través de la educación como esencia del diálogo) decía que la democracia “es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona». Como la dignidad de los seres humanos es condición inexcusable para ser persona, fácil es colegir que, en la partida de ajedrez que fue la Transición, la clave estuvo en que acabara ¡en tablas! ¿Saben por qué? Porque, siguiendo a Marwan, aunque no nos lo dijeran de pequeños el amor es el único juego en el que hay que empatar. ¿Y qué es la reconciliación si no un volverse a querer?
Intentar encontrar la huella -casi borrada en el tiempo- dejada por la pérdida violenta de la existencia en común –la convivencia-. Y lograr descifrar la forma en que la concordia –el consenso- volviera a ser posible. No era tarea fácil. Y exigía de los “competidores” tener que renunciar a movimientos partidistas (sacrificando a ciertas piezas: para poder superar la dictadura) y realizarlos equilibrados (potenciando a otras -justicia, igualdad, pluralismo político; dº y libertades fundamentales; y principios democráticos-: para poder alcanzar la democracia-. Por eso, su final no fue un simple apretón de manos. Fue mucho más que eso. Fue un sentido abrazo grupal (/capaz de sostener dudas y miedos) representado por el icónico cuadro –hoy también grupo escultórico- de Juan Genovés.
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