YO, ABO. Capítulo 14: ¿El agua ensimismada piensa o sueña?
¿Es que uno puede sanar su propia vida?
—¿Es que uno puede sanar su propia vida? —fue la pregunta que me hice a mí mismo al quedarme a solas ensimismado contemplando el agua de la piscina de nuestro chalet. Mi madre me dijo que volvería pronto y que quería mostrarme una cosa.
—¿Es que uno puede tener heridas en su interior? —me volví a preguntar. A mi madre le he escuchado decir en muchas ocasiones que todos necesitamos de sanación interior en nuestras vidas. Es que, cariño, —me ha venido diciendo— todos estamos llenos de heridas por dentro, unas profundas heridas que nos llevan por caminos de dolor, miedo y frustración.
Una vez más mi mente racional me impedía comprender en toda su amplitud esta idea de las heridas interiores. Cuando uno ve a otra persona con una llaga en su piel resulta fácil darse cuenta que necesita ser curada; o cuando observamos que a alguien le falta un brazo o tiene una pierna escayolada, deducimos que ha tenido un accidente muy grave de algún tipo. Pero: ¿Cómo es posible hablar de heridas interiores si no son visibles para el ojo?
—¿El agua ensimismada piensa o sueña? —fue la primera pregunta que me hizo mi madre al regresar nuevamente a nuestra “sala de curas” de psicología aplicada, pareciéndome que había captado mi reflexión sobre la sesuda cuestión de las heridas interiores.
—Hola, mamá. ¿Por qué me haces esta pregunta tan filosófica?
—El árbol que se inclina buscando sus raíces, el horizonte, ese fuego intocado, ¿se piensan o se sueñan? —volvió a preguntarme, confundiéndome aún más.
—Pues no sé mamá. ¿Es, quizás, algún acertijo?
—El mármol fue ave alguna vez; el oro, llama; el cristal, aire o lágrima. ¿Lloran su perdido aliento? —continuó preguntando haciéndome creer que se trataba de un acertijo, un recurso didáctico para aflojar un poco nuestras intensas sesiones de terapia freudiana.
—¿Acaso son memoria de sí mismos y detenidos se contemplan ya para siempre? Si tú te miras, ¿qué queda?
—Pues no sé, mamá. Me rindo, no sé qué queda. Ya sabes que yo soy de ciencias y esto de los acertijos creo que están pensados para gente de letras como mis amigos, Manel y Gerard.
—Tus amigos, Manel y Gerard, se habrían dado cuenta que no se trataba de ningún acertijo, sino de la poesía “El agua ensimismada” de la intelectual, filósofa y ensayista María Zambrano.

—¿María Zambrano? ¿La misma que ha dado nombre a la Estación de trenes de Málaga?
—Pues sí.
—María Zambrano fue una mujer excepcional. Incomprensiblemente, su obra fue ignorada durante gran parte de su vida. El reconocimiento de su obra intelectual y filosófica ha ido llegando poco a poco. Los dos máximos galardones literarios concedidos en España los recibió en su ancianidad: el Premio Príncipe de Asturias en 1981, y el Premio Cervantes en 1988.
—Y, oye, mamá, ¿de qué va su trabajo intelectual y filosófico?
—Para María Zambrano la filosofía surge con la explicación de las cosas cotidianas. Para ello uno tiene que hacerse la pregunta: ¿Qué son las cosas? Lo que ella llamó “mi método” consiste en desarrollar dos actitudes: la filosófica, cuando uno se hace preguntas acerca de lo que, por ignorancia, no se sabe, y la poética, dando la respuesta a la incógnita planteada.

—¿Tú no serás algo bruja mamá?
—¿Yo bruja? ¿Qué te hace pensar que lo soy?
—Pues es que cuando me dejaste a solas fijé mi mirada en el agua de la piscina y, ensimismado, comencé a hacerme algunas preguntas de filosofía o psicología —esto yo no sabría precisártelo— sobre las heridas emocionales. Y luego me sacas de mi ensimismamiento dialogando con el agua de la piscina —una cosa— con la pregunta: ¿El agua ensimismada, piensa o sueña?
—Bueno, mi amor, es que las madres lo sabemos todo o casi todo de nuestros hijos. Durante nueve meses estuviste en mi vientre y luego te traje al mundo, por lo que nadie mejor que yo puede saber qué piensas y sientes.
—Sí, claro, mamá. Ya lo creo —asentí. ¿El libro que tienes en tus manos es de María Zambrano?
—Pues no. Es de Louise Hay. ¿Has oído hablar alguna vez de ella?
—No. La verdad es que nunca he escuchado su nombre. ¿Quién es?
—Una sanadora espiritual. Su libro “Usted puede sanar su vida” a mí me cambió mi vida. Fue la medicina que me ayudó a sanar mis heridas interiores y transformar completamente el modo de interpretar el mundo. Para mí ha sido un revulsivo tan potente que, si me encontrara de pronto en una isla desierta donde no pudiera tener conmigo más que un solo libro, escogería este de Louise L. Hay: “Usted puede sanar su vida”.
—¿Por qué, mamá? ¿Por qué crees que ha sido tan importante este libro para ti?
—Porque creo —fue su sencilla respuesta— esta obra maravillosa, no sólo transmite lo esencial de una gran maestra de sanación espiritual, sino que es también la expresión, poderosa y muy personal, de una gran mujer.
—¡Qué interesante, mamá! —exclamé— ¿Me dejas que lo eche un vistazo?
—¡Claro! En este libro, mi amiga Louise —me explica mientras voy pasando sus páginas aleatoriamente— comparte parcialmente el viaje que la llevó hasta el punto de su evolución conciencial. Al principio me impactó su historia personal, repleta de heridas interiores muy profundas; luego, comprendió que su testimonio, expuesto de una manera sencilla y comprensible para todo el mundo, contenía todo lo que uno debe de la vida y sus lecciones, y también cómo trabajar sobre uno mismo.
—¡Uff, mamá! ¡Qué interesante! Creo que este tema de Louise Hay merece que lo tratemos con cierto detenimiento —comenté devolviéndole el libro.
—¿Tienes hambre? —pregunté mirando mi reloj de pulsera. Yo tengo un hambre canina. ¿Y tú?
—Pues sí. Creo que ya va siendo hora de que comamos algo.
—Esto de psicoanalizar y filosofar me ha abierto un apetito desconocido hasta ahora para mí. ¿Qué te parece si te invito a comer y seguimos hablando de Louise Hay? —propuse.
—Me parece perfecto, cariño. Pero, ¿Qué te parece si te invito yo y pagas tú? —me preguntó irónicamente.
—Eso está hecho, mamá. Me rascaré con sumo gusto los bolsillos e, incluso, estoy dispuesto, si fuera preciso, a romper la hucha del cerdito donde guardo mis ahorros para invitar a comer a la mejor madre del mundo.
—¿No me digas que conservas aún esa hucha que te regaló papá cuando eras aún un crio?
—Pues sí, mamá. La conservo todavía con mucho cariño. Es para mí todo un símbolo.

—¿Un símbolo? —preguntó muy sorprendida.
—Sí, mamá. Creo que con la hucha con forma de cerdito papá quiso que comprendiera que el dinero no crece en los árboles; que uno debe aceptar que para conseguir la tranquilidad financiera hay que saber administrar correctamente el dinero; y que todo esto hay que hacerlo al empezar a dar los primeros pasos en la vida.
—Bueno, papá, como bien sabes, es un buen economista. Con estos principios basados para la buena administración del dinero ha conseguido todo lo mucho y bueno que tenemos y estamos disfrutando. Por cierto, ¿Conoces el origen de la hucha en forma de cerdito?
—Pues no. Siempre he pensado que era una simpática manera de seducir a los niños hacia el camino del ahorro.
—Veras. El cerdo ha sido considerado por distintas culturas como un símbolo de prosperidad, abundancia y fortuna. Curiosamente, hay varias teorías que explican la relación entre estos animales y el ahorro.
—Pues ya me explicarás.
—Durante la Edad Media, la familia que poseía un cerdo tenía buena parte de su futuro resuelto; así que, en el inconsciente colectivo este animal ha quedado como símbolo de la bonanza. En España, el acto de romper la hucha, se ha venido asociando a la ceremonia de la “matanza del cerdo”, que se ha ido engordando durante todo un año para, tras la matanza, tener comida para el invierno. Por lo tanto, ha quedado asociado con la prosperidad, el ahorro y el alimento.
—¡Vaya! ¡Qué curioso!
—Pero, hay más cosas sobre nuestro amiguito el cerdito. En la Inglaterra del siglo XV, los anglosajones usaban una arcilla anaranjada para fabricar artículos de cocina a la que llamaban “pygg”, que en inglés se escribe y suena de modo muy parecido a la palabra cerdo (pig). Las ollas, jarras, envases y todo tipo de utensilios que fabricaban servían además para guardar monedas, de modo que la propia evolución, y la creatividad de los ceramistas, convirtieron el juego de palabras en una alegoría que relacionaba el ahorro con la riqueza y la abundancia.

—¡Mon dieu! —exclamé. Esto se pone cada vez más interesante.
—Ya lo creo. Aunque no vayas a pensar que la idea del ahorro siempre ha estado relacionada en todas las culturas con el cerdo. En la India, por ejemplo, el concepto de ahorro ha estado ligada a la figura del jabalí (“el Celeng”), hoy utilizado, por cierto, como símbolo por algunas entidades bancarias indonesias. En China, con la de “Chan Chu” (el sapo del dinero). Los japoneses, sin embargo, se han inclinado por “Maneki Neko, el gato amarillo de la fortuna.
—Pues no se hable más, mamá. Rompo mi hucha del cerdito y te invito a comer dónde tú me digas.
—Te propongo algo mejor: indultar a tu cerdito, por ahora, e irnos a comer a la cocina. Así podrás reservar tus ahorros para otras grandes ocasiones, como la de esta noche con Valeria.
—Pero es que yo quería que descansaras un poco. Y, además, me apetece mucho tener un detalle contigo, mamá. Me has dado tanto siempre….
—Y tú a mí también, aunque ahora no te lo parezca. Así que no se hable más, jovencito. Pasemos a la cocina, pues, que seguro que habrá algo a lo que hincarle el diente.
No me quedaba la menor duda de que mi madre tendría algo espléndido y nutritivo para comer. Siempre lo ha tenido. La idea me pareció buena, y no porque eso me permitiera seguir manteniendo “mis reservas de oro” intactas, sino porque contribuía a no interrumpir nuestra interesante conversación de filosofía y psicología aplicada. Una vez en la cocina pregunté:
—Oye, mamá ¿De dónde crees que proceden nuestras heridas interiores?
—Yo creo que, sobre todo, de la infancia.
—Pero yo no tengo ninguna.
—Bueno eso es lo que tú crees ahora. Quizás, algún día, algo te haga comprender que un hecho de tu infancia produjo en ti una herida profunda que te ha venido condicionando en cierto sentido.
—¿Ah sí?
—Sí. Verás. La infancia debería ser una etapa feliz de nuestra vida; sin embargo, a veces deja un rastro de experiencias dolorosas que solemos reprimir, sepultar o quitar importancia. Pero lo cierto es que ahí siguen con nosotros condicionando, de un modo u otro, nuestra manera de ser y de actuar.
—Ya.
—Piensa que un niño no tiene recursos emocionales para defenderse. Así que, los abusos de todo tipo, las indiferencias, las carencias o los maltratos psicológicos generan unas heridas interiores muy profundas, con la capacidad de determinar nuestra vida hasta niveles que no podemos ni siquiera imaginar. De ahí la imperiosa necesidad de la sanación interior.
—Pero, mamá, ¿No solemos decir que el tiempo todo lo cura?
—Lo de que el tiempo todo lo cura es un tranquilizador dicho popular que no siempre opera como sanador interior. Lamentablemente, el tiempo no lo cura todo: unas veces incuba nuestras llagas emocionales y otras las fermenta.
—¿Y bajo qué circunstancias crees que florecen estas heridas emocionales?
—Con las principales heridas emocionales ocurre algo parecido que con las heridas físicas. Si las curamos, cicatrizan; pero, si no las tratamos adecuadamente, nos seguirá doliendo, y ese dolor será cada vez peor. Incluso, puede ser que esas heridas se abran de nuevo, o empeoren. Las circunstancias para su florecimiento son múltiples y variadas. Por eso se dice que nuestro pasado siempre vuelve, que todo lo que somos y todo lo que hacemos depende de cómo ha sido nuestro pasado. Por esto, yo creo que no es tan importante saber en qué circunstancias florecen nuestras heridas, sino de darnos cuenta de qué herida tenemos que curar.
—De acuerdo, mamá. En tu caso: ¿Qué herida tuviste que curar?
—En mi caso, mi herida está relacionada con el afecto, una de las principales heridas, por cierto. Surgen a consecuencia del abandono y el distanciamiento emocional. Llevando a quienes lo padecen a sentirse vulnerables, profundamente solas y poco queridas. Suelen generar la percepción de no sentirse importantes para nadie, así como poco comprendidas o aceptadas.
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