Acalanda Dejar de sufrir. Tomando el té con Mari-Luz

YO, ABO. Capítulo 26: ¿Dejar de sufrir?

Al abrir la puerta de su vivienda, situada en un segundo piso de un edificio ubicado en una zona céntrica de Málaga, a poca distancia de la playa de la Malagueta y del Museo Jorge Rando, Mari-Luz me mostró “su pecera”, como así la consideraba.

—Esta es mi pecera, Abo. Como decía Groucho Marx, “Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna… ja, ja, ja. Bueno, yo creo que tenía que haber añadido también… y una modesta pecera”.

Su modesta pecera, como así pensaba que era su casa, disponía de un recibidor, un amplio salón, una cocina totalmente amueblada y muy luminosa, tres dormitorios, uno de los cuales dedicado a despacho. Se trataba de un piso totalmente reformado con materiales de buena calidad, puertas de madera maciza de color blanco, dobles acristalamientos y armarios empotrados en todos los dormitorios. Totalmente exterior y con mucha luz y buenas vistas. ¡Ah!, también con una amplia terraza que daba a un jardín. 

Mientras me iba mostrando cada una de sus estancias vino a mi memoria la historia que una vez me contó mi padre algo rabudo conmigo al ver mi habitación patas arriba, sin orden ni concierto.

—Carallo, ¿Ti de quién vés sendo? ¿Es que no sabes que una habitación desordenada habla muy mal de ti, galopín?

—Pero, por favor, papá… ¿Qué tiene que ver mi habitación desordenada conmigo? que a los efectos es igual que decir —me expliqué-, ¿Qué tiene que ver las churras con las merinas? o, todavía peor, ¿la velocidad con el tocino?

—La velocidad con el tocino quizás nada tenga que ver, pero con las ovejas sí.

—¿No me digas, papá? Siempre se ha dicho lo de que nada tiene que ver las churras con las merinas. Así que, siguiendo este mismo criterio me parece a mí que nada tendrá que ver mi habitación —según tú desordenada— con un mal concepto sobre mi persona.

—Pues, hijo —me comentó subiendo algo el tono y con el rostro visiblemente contrariado— para que caigas en la cuenta de que lo uno lleva a lo otro, te voy a contar la historia que me contó tu abuelo que viene a demostrar que lo de fuera refleja lo de dentro. Verás. Es una historia en la que dos pequeños comerciantes, con respectivos puestos el uno enfrente del otro, estaban picados como de costumbre. El uno era de Orense y el otro de Pontevedra. Al llegar de Orense un viejo cliente de ambos comerciantes empieza el de Pontevedra su retahíla: ¿Dónde vas?, ¿dónde vas? ¿Ves al carnero? Pues así son las ovejas, o como dicen en mi pueblo: ¿Ves la cabaña? Pues así es el pastor. 

Aquella historia que me contó mi padre me hizo reflexionar profundamente. Me di cuenta de que el espacio que habitamos desvela nuestra personalidad, pues es un fiel reflejo de lo que somos. Desde entonces, mi habitación, siempre o casi siempre, estaba lista para cualquier inspección, bien ordenada y con cada cosa en su sitio. Desconocía casi todo de Mari-Luz, pero su “pecera” me transmitía muy buenas vibraciones. Me hablaba muy bien de ella. Cada uno de los elementos contenían una larga historia de sentimientos, comportamientos y decisiones. 

—Te estarás preguntando, querido Abo, por qué llamo a mi casa, “mi pecera”.

—Pues sí. La pecera es un recinto pequeño para peces, una especie de cárcel para ellos. Y tu casa es amplia, soleada y muy bien decorada, donde cada cosa está en su sitio. No da la sensación de que sea ninguna cárcel.

—Por supuesto que no lo es. Este piso lo elegí a conciencia. Hoy lo considero mi hábitat natural. Contiene casi todas las prescripciones del Feng Shui. Pero aun así lo llamo “mi pecera” porque hice un curso hace tiempo de psicología ambiental, donde pude comprender que el ambiente afecta al comportamiento de las personas. Aunque te parezca increíble, Abo, los vínculos psicológicos que tenemos los seres humanos con el espacio que habitamos son muy profundos, aunque no seamos conscientes de ello. El instructor de este curso nos dijo que al igual que el pez, el ser humano es el último en enterarse de que vive en el agua. La expresión me hizo cierta gracia y desde entonces digo que mi casa es mi pecera. Pero, anda, chiquitín, ponte cómodo. Mi casa es como si fuera la tuya. Puedes recostarte en el sofá o en el butacón. Voy un momento a la cocina. Tenemos que hablar largo y tendido y esto hay que hacerlo con un brebaje muy especial.

Comprendí inmediatamente que Mari-Luz se refería a alguna infusión ecológica, rara o poco conocida y de sabor curioso. Me recosté sobre el sofá, un cómodo sofá de color blanco, infiriendo que mi anfitriona era de mente abierta, que no teme enfrentarse a los retos; también equilibrada emocionalmente, de actitud positiva y perfeccionista. Mientras tanto empecé a pensar en Paula. ¿Qué estaría haciendo en estos momentos, mi amada Paula? ¿Estaría pensando en mí? ¿Sentirá lo mismo que yo sentía por ella? Una cosa estaba muy clara: que yo estaba profundamente colado por ella. Nunca antes había sentido algo parecido por una chica. Mis pensamientos frecuentes hacia ella me delataban. También una cierta ansiedad, falta de concentración y deseo de contacto físico. Sí, estaba completamente enamorado de ella. Mi mente estaba la mayor parte del tiempo pensando en ella. 

—¡Voila, mon petit! ¡Espero que te guste mi brebaje favorito! —exclamó Mari-Luz. Se trata de una combinación de hierbas naturales, según una antigua fórmula tibetana. Esta mezcla de hierbas enriquece y ayuda al organismo, estimulando el metabolismo, asistiendo al sistema nervioso, purificando el organismo, transformando las grasas en energía, liberando los líquidos y estimulando al sistema gastrointestinal. 

—¡Ummm!. Está muy bueno. ¿Qué lleva? —exclamé tras probar el primer sorbo.

—Té verde tibetano, escaramujo, laurel, tila, menta poleo y hierba luisa. 

—He observado que en tu salón hay muchos objetos tibetanos.

—Sí, es que he realizado bastantes viajes al Tibet. Me apasiona su cultura. El primero que hice fue en mi época de treintañera. 

—¿Se trataba de un viaje organizado, quizás?

—No me fui a la aventura yo solita. Casi todos mis viajes —que han sido muchos, por casi todas las partes del mundo— los he realizado yo sola. Bueno, pues, en aquel viaje al Tibet, los monjes me ganaron para su causa. Son muy diferentes a nosotros. Ellos afrontan las cosas de la vida de un modo muy calmado, basado en la aceptación total de lo que es. Desde el primer minuto que estás con ellos te llama la atención la forma tranquila y pacífica de llevar su vida. Y, oye, que guardan unos secretos maravillosos para poder aplicarlos en la vida diaria y poder disfrutarla con mayor plenitud.

—¡Sí? ¿Cómo cuáles?

—Lo primero que te dicen es que dentro de cada uno de nosotros existe un poder infinito. Este poder está larvado por lo que hay que descubrirlo y permitir que se desarrolle. Claro, para lograrlo ellos te recomiendan ciertas prácticas. Una de las principales es la práctica de observar. 

—¿Observar? Pero si esto lo estamos haciendo a cada instante…

—No lo creas, Abo. Nuestra mente suele estar siempre de aquí para allá, como un mono loco, centrada o bien en el pasado o bien proyectando hacia el futuro, pero casi nunca concentrada en el momento presente, en el Aquí y el Ahora. La plena observación a la que ellos te instan, para lograr esclarecer la mente y adquirir un mayor grado de concentración, se consigue por medio de una serie de prácticas, como la de observar antes de hablar y por supuesto, con la meditación. Al observar antes de hablar, aprendemos y nos convertimos en personas más sabias, haciendo que nuestra mente se entrene para la calma, algo que nos será de la máxima utilidad cuando tengamos que afrontar situaciones de gran tensión. La meditación —según estos monjes— es el camino correcto hacia la iluminación, y la iluminación es el fin del sufrimiento. 

—¿Dejar de sufrir? ¿Pero esto es posible?

—Según los monjes tibetanos sí. Por medio de la meditación —según ellos, claro— uno consigue desidentificarse de lo que no eres realmente: tu cuerpo, tus emociones o tus pensamientos, causantes de nuestros sufrimientos. Cuando lo logras, eres capaz de saborear la felicidad genuina o la dicha. Sus técnicas de meditación se basan sobre todo en el amor y la compasión. Están convencidos de que el amor es la fuerza más poderosa del Universo y la mejor forma de eliminar el odio en la vida, lo que nos permite disipar nuestras emociones negativas.

—Y combatir el cáncer, según tengo entendido…

—Sí, por supuesto. El odio es el principal causante del cáncer, por lo que hay que eliminarlo de raíz.

—Y… ¿Cómo, Mari-Luz? ¿Esto no debe ser nada fácil, verdad?

 —En ningún caso luchando contra él. Cuando luchamos contra algo lo fortalecemos. Así que, lo que debemos hacer es potenciar el lado opuesto. ¿Y cuál es el lado opuesto del odio?

—Entiendo que el amor.

—Sí, el amor. El amor y el odio son dos energías contrapuestas. Responden al cuarto principio de la Polaridad que establece que “Todo es dual, todo tiene polos; todo su par de opuestos; los semejantes y desemejantes son los mismos; los opuestos son idénticos en naturaleza, difiriendo sólo en grado; los extremos se tocan; todas las verdades, son medias verdades; todas las paradojas pueden reconciliarse.

—Lo mío, como sabes, no es la filosofía, pero este principio, presente en el Kybalión, atribuido al sabio egipcio Hermes Trismegisto, lo conozco. Sobre él he debatido largo y tendido en varias ocasiones con mis compañeros de piso, Manel y Gerard.

—Es un principio filosófico de aplicación práctica. Hoy la psicología moderna se ha dado cuenta de que para vencer un defecto lo mejor no es luchar contra él, sino potenciar la virtud que se desea desarrollar. Por lo tanto, para superar el odio lo que hay que hacer —como nos recomiendan los monjes tibetanos— es potenciar el amor; el miedo se vence desarrollando la valentía; la ira, con la serenidad; la arrogancia con la humildad, etc. 

—¡Qué maravilla! Y yo que creía que los monjes tibetanos estaban en otro mundo y no en este; pero ya veo que son muy inteligentes y prácticos, y sus enseñanzas muy útiles para afrontar con éxito las cosas los desafíos que a cada instante nos presenta la vida.

—Sí, claro. Muchas —por no decir la mayoría— de las propuestas de la psicología moderna para la curación de los grandes problemas psicológicos que nos aquejan se basan en prácticas y técnicas orientales como las que acabamos de comentar. Hasta tal punto que el psiquiatra y psicólogo suizo Carl Jung llegó a afirmar que la psicología de Occidente está en mantillas en relación con la de Oriente. 

—Pues sí, ya veo…

Tomé mi último sorbo de té tibetano con sumo placer, tratando de asimilar mentalmente toda esta profunda enseñanza milenaria tibetana que Mari-Luz estaba compartiendo entusiásticamente conmigo. Mi mente pragmática de ingeniero informático empezaba a sentirse atraída por ellas porque las veía lógicas, de aplicación práctica y resultados palpables. Quizás —me preguntaba— haya sido un gran error histórico considerar que la ciencia tiene que hacer un recorrido diferente al de la filosofía y la espiritualidad. 

—¿Te apetece otra taza de este maravilloso té tibetano? —me preguntó Mari-Luz sacándome de mis elucubraciones filosóficas. Es que siempre que lo preparo hago para varias veces.

—¡Hombre, Mari-Luz, si te empeñas! Sí, claro. Es que está tan rico…

Pablo Martín Allué

1 comments on “¿Dejar de sufrir?

  1. Pingback: ¿Dejar de sufrir? – Rika Herrera

Gracias por comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Descubre más desde ACALANDA Magazine

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo