En nuestra aparente novedosa sociedad, repleta de tecnología y posibilidades sin límites, hemos olvidado un hecho inexorable, algo que comienza a asumirse como ausente desde todo punto de vista. Hablo de la infancia, de ese periodo fantástico y necesariamente maravilloso donde vamos a asentar el devenir de toda persona.
Pudiera parecer que los niños ya no existen, o al menos que no importan en absoluto. Fabricamos vehículos, aeronaves, centrales atómicas, lanzaderas espaciales, relojes parlantes, calculadoras científicas, tejidos ignífugos, fibra óptica, mandos a distancia, ordenadores miniaturizados. De todo, vamos. Quizá, mientras estamos ocupados diseñando maravillas y proyectos de futuro, hemos dejado atrás la mera simplicidad que siempre resulta fascinante y ahora denominamos minimalista.
Aún escuchamos el término «juventud» sin carácter específico y, por norma, con matices peyorativos o de censura. El problema estriba en ignorar esa franja predecesora que comienza con la llegada al mundo de una criatura y hasta que la misma se adentra en su pubescencia. Dice, y con razón sobrada, Edna St. Vincent Millay: «La infancia es el reino donde nadie muere».

La trágica paradoja versa en obrar como niños mientras éstos son ignorados. Existe la infancia y además es imprescindible. Pero no la miramos. Ni siquiera somos capaces de evocar nuestra niñez porque para muchos es una época ñoña, insulsa y carente de sentido. Vestiditos que son blancos, rosa o azules, más caros que un diseño de Giorgio Armani. Sonajeros ridículos y espantosos que asustan a un bebé y cuestan más que unos mocasines de Guccio Gucci. Toda persona llega a este mundo a una hora determinada pero con tiempo cero. Justo ahí empieza la infancia, esa época inocente, divina, repleta de bondad angelical, indefensa, necesitada de padre y madre, de silencio, de paz.
Cuando no son arrojados por una ventana o balcón, y esto es tan cotidiano como los desayunos y meriendas, se abandonan en los vertederos de basura porque sencillamente no los queremos. Un bebé suscita muchos sentimientos y todos contradictorios. Para ahorrarnos molestias y conflictos con la ley, practicamos el aborto, es decir, la interrupción voluntaria del embarazo antes de que el embrión o el feto estén en condiciones de vivir fuera del vientre materno. Debe haber muchos términos para condenar estas abominaciones, pero nuestra futurista sociedad también evita las susceptibilidades porque, según algunos, que no merecen ni el aire que respiran, toda persona tiene colmados derechos y entre ellos cuenta el poder asesinar a los inocentes.
Es oportuno recordar aquí y ahora lo que Antoine de Saint-Exupéry declama a voz en grito, aquello de «Los niños han de tener mucha tolerancia con los adultos». ¡Y tanto que sí! Por suerte restan muchas personas dignas que aman la maternidad más que su propia vida. Esto merece un sincero y extenso homenaje a todas las madres que sacrifican su existencia en pro de sus retoños. Benditas sean.
Y así, los bebés que no fueron asesinados de antemano, arrojados desde un octavo piso o depuestos en los contenedores de basura, se adentran en sus primeros meses de existencia con una esperanza de sobra merecida: vivir. Enseguida soplan su primera velita y comienzan a explorar el mundo que les rodea.
Un mundo donde la realidad se torna en fantasía tal vez para poder soportarla, acaso impregnando de bondad objetos, animales y personas. «Llevamos nuestra infancia con nosotros», recita Gary D. Schmidt.
En 1894, el célebre jesuita Luis Coloma escribió un cuento, por cierto maravilloso, con el Ratón Pérez como protagonista. Y esto para calmar al entonces niño Alfonso XIII de sólo 8 años ya que había perdido su primer diente de leche. El Padre Coloma era su profesor (tuvo el rey mucha suerte, sin duda) y merced a cuentos como este le guiaba en su aprendizaje. Fue autor, además, de Pequeñeces, Jeromín y otros cuentos muy populares. El relato fue publicado por vez primera en 1902, y todavía hoy sigue editado con ilustraciones preciosas.

El Padre Coloma nos presenta al Ratoncito Pérez como un bonachón personaje que muestra al rey Buby (apodo usado por la reina María Cristina para llamar a su hijo) las miserias de los pobres, antes de depositar un toisón de oro en su ilustre lecho. El ratón vivía con su familia dentro de una caja de galletas, en el almacén de la entonces famosa confitería Prast, situada en el número ocho de la calle Arenal, en Madrid, a unos cien metros del Palacio Real. El pequeño roedor se escapaba con frecuencia de su casa y a través de las cañerías urbanitas llegaba a las habitaciones del pequeño rey Buby I (Alfonso XIII) y las de otros niños que habían perdido algún diente, distrayendo de esta manera a los gatos. En el mismo lugar donde el Padre Coloma situó la vivienda del gozoso roedor, hoy existe el Museo del Ratón Pérez.

«La inocencia de la infancia es como la inocencia de una gran cantidad de animales», proclama el genial Clint Eastwood. Las fábulas nos transportan a ese otro yo que jamás debe morir porque «La gente nunca crece, sólo aprenden cómo actuar en público», explica Bryan White.
Esa infancia dichosa necesita apacentarse con los mismos ingredientes que la constituyen, las fantasías emocionales depositadas en cosas inanimadas que por la noche cobran un protagonismo fascinante, vigilando el cuarto de un niño, alejando los truenos de las tormentas, transformando el agua de lluvia en perfumes y jabones.
Diez años, una década, constituyen la infancia de toda persona. Esto no podemos obviarlo porque nos parezca ridículo, absurdo o sencillamente innecesario. Jamás hallaremos a un adulto exento de infancia, y según haya transcurrido ésta podemos vislumbrar su dicha individual y colectiva.
En esa etapa de la existencia humana debe existir la fantasía, lo que puede parecer demencial una vez hemos atravesado la misma para adentrarnos, nos guste o no, en la turbulenta pubertad. Y la pubertad, de los once a los catorce años, tampoco puede quedar exenta de sustancia fabulosa, increpando a la persona, futuro hombre o mujer, a una madurez imposible de digerir y apresurada para beneficio de los adultos.
Con doce años, una persona es un niño o una niña. Jamás podemos mirarles como a hombres o mujeres que aún no son. Merecen respeto y por supuesto cariño, ternura, cordialidad, armonía familiar, la forja que comenzó a los tres años y debe proseguir hasta la muerte. «El juego es la forma más alta de la investigación», nos dice Albert Einstein.

Del mismo modo que los niños no deben ingerir etanol ni sustancias excitantes, tampoco les es posible abordar narrativa de adultos. En el universo infantil, los sucesos cotidianos tienen un sabor dulce y bondadoso; comienzan a bifurcar el bien del mal, lo honesto de lo injusto, la mala astucia en oposición a la sinceridad. «La infancia se mide por los sonidos, olores y vistas, antes de las horas oscuras en que la razón crece», reflexiona John Betjeman.
Y el descuido cruel, arrogante y sin fundamento de esta fase existencial, transforma en monstruos a los niños. Es lógico. Les ofrecemos variaciones infinitas de la ferocidad social y de los extravíos que sufren muchos, demasiados adultos. En lugar del hermoso amor, les embutimos, y de golpe, en las aberraciones que se quiera o no ya se han apoderado de todos nosotros. Adulterios que sufren silenciosos y en primera persona, pues son testigos del padre con otra mujer o muchacha y de la madre cortejada por algún tipo indeseable; violencia doméstica, gritos, insultos, agresiones físicas, reyertas a punta de cuchillo, navaja o pistola; los influjos del etanol que no pueden explicarse y sirven para justificarlo todo; la ingesta de narcóticos que están muy de moda y nadie sabe ni puede explicar el porqué de su consumo. «Los niños comienzan por amar a los padres. Cuando ya han crecido, los juzgan, y, algunas veces, hasta los perdonan», espeta Oscar Wilde.
Les mostramos día tras día, noche tras noche, el mundo adulto que sinceramente es repugnante. Los niños son lo que ven, al margen de su edad. Enseguida aprenden, como si fuera un juego de mesa, a insultar cruentamente a sus compañeros, vejándolos en el contexto escolar para una satisfacción incomprensible pero sumamente deleitosa.
Se pasan las horas frente a los inmundos programas televisivos mientras charlan con media docena de «amigos y amigas» usando el inadecuado teléfono inteligente. En todo hogar ya se disfruta de Internet que cursa como arma de doble y hasta triple filo. Disponen de costosos ordenadores portátiles para buscar salas de charla donde se exhiben unos y otras como remedo de lo que ven hacer en sus adultos. «Los hombres no dejan de jugar porque envejecen; envejecen porque dejan de jugar», conviene acertadamente Oliver Wendell Holmes Jr.

Debemos ser conscientes que los niños, ambos sexos, viven rodeados de impudicia y sordidez, cosa que pronto asimilan para practicarla en su contexto. De esta manera, por desgracia, no llegan a conocer el dulce amor pero sí la malicia del sexo. Buscan la botella de ginebra, ron o whisky que sus aciagos progenitores ni siquiera se molestan en ocultar. De igual modo acceden al submundo de la pornografía sin llegar a comprender qué ventajas ofrece la lúgubre cosa; ahora son los vídeos que podrían emplearse como vomitivos o para evocar la bíblica Sodoma y Gomorra.
Hemos extirpado la infancia como si fuera una mala hierba, en suma. Se han suprimido, seguramente por argumentos que esgrimen muchos indeseables políticos, la lectura de cuentos en la cama un rato antes de dormir, negando al Ratoncito Pérez e incluso a los Reyes Magos.
Por ende, pues, nadie se toma la dulce molestia de escribir (aunque para ello se requiere de un talento excepcional, todo sea dicho) cuentos infantiles, novelas que deberían leer los muchachos y muchachas cuando caminan por su pubertad o se adentran en los primeros años adolescentes.
Cierto es que «algo» se hace al respecto, pero más por buscar la fama que con la honestidad requerida para esta clase de narraciones.

En función de la temática abordada en los últimos veinte años, démonos cuenta de esto, cabe destacarse: entorno, descubrimiento personal, proyección social, referentes históricos, ocio y evasión, misterio y terror. Desde el punto de vista la cosa se bifurca en dos direcciones: el realismo y la fantasía. Así tenemos temática del entorno desde un punto de vista real para abordar la vida cotidiana; el descubrimiento personal encauzado en la denominada psicoliteratura; la proyección social con el realismo crítico; los referentes históricos con la embaucadora (y que no llega ni al grado de basura), novela histórica; el ocio y la evasión con el género de aventuras; misterio y terror con la novela negra y policiaca.
Desde una óptica fantástica (realmente necesaria) obtenemos lo siguiente. El entorno arropado con el realismo mágico; el descubrimiento personal con las fantasías iniciáticas; la proyección social solventada peligrosamente con las fantasías sociales; los referentes históricos embrollados con invenciones medievales (que distorsionan dicho periodo histórico hasta lo indecible); el ocio y la evasión merced a la desatinada ciencia ficción (véase con un criterio íntegro la serie Cosmos, de Carl Sagan) y los universos oníricos (trágicamente plagados de erotismo incitante y un hedónico impudor asumido como normal); el misterio y el terror apacentados con los menos que mediocres relatos sobrenaturales (es imperioso exhumar a Edgar Allan Poe al respecto).
Estas temáticas deben subsanarse sobre todo en la infancia, pues no se corresponden en absoluto con la fantasía de una persona cuando goza (o debería gozar) de sus ocho años, por ejemplo.
No debemos olvidar lo que dice Karl A. Menninger: «Lo que se les dé a los niños, los niños darán a la sociedad». Nada más cierto, y podemos corroborarlo cada día.
La narrativa para niños se desvanece en pro de una falsa literatura juvenil. No se puede confundir «niñez» o «infancia» con «adolescencia». Esto es un craso error desde la base hasta los dementes resultados que podemos adquirir actualmente en las librerías.

El cuento infantil debe volver a cultivarse con todo el orgullo del mundo, pues a pesar de los agravios que sufren los niños, éstos continúan habitando en su espléndido universo de ensueño y fantasía. Nunca debemos olvidar lo que Jean-Jacques Rousseau siempre nos recuerda: «La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir. Nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras».
Escribir un cuento para nuestros hijos, sobrinos y nietos es una muy digna manera de ejercitar la inventiva y recobrar ese espíritu que todos llevamos dentro: nuestra infancia, los años de fe para el Ratoncito Pérez, las hadas y los mágicos duendecillos que habitan bajo las setas en los frondosos bosques de la imaginación.
Como autora de cuentos infantiles agradezco la preocupación del articulista, si bien no puedo compartir sino en parte lo que dice. Son muchos los peligros que acechan a los pequeños en nuestro mundo cruel, pero, al mismo tiempo, creo que no ha existido época en la historia de la humanidad, al menos en la civilización occidental, en que los hijos hayan sido tan queridos como esta, a veces, quizá demasiado consentidos y mimados, ni sociedad con tanta preocupación por su bienestar, por mucho que se hayan tomado decisiones erradas. No abunda la buena literatura infantil, ni tan siquiera el empeño en transmitir a los niños el amor por la lectura, pero me gusta creer que hay mejores ejemplos e intenciones que los que destaca el señor Micol con un pesimismo que considero excesivo. En todo caso, enhorabuena por elevar su voz en favor de los más pequeños.
Marta FC
Doña Marta FC.
En primer lugar, permítame darle la enhorabuena por su dedicación al género cuento destinado a los niños. Eso le honra sobremanera. La infancia es tratada, como bien dice, con excesos o defectos, pero pocas veces con verdadero amor y ternura.
Cerrar los ojos ante la barbarie social que día tras día sacude el mundo infantil, sería como asumir de excepción los hechos que colman todos los noticiarios del mundo. No hablo de una infancia concreta, sino de la globalidad internacional que incluye los cinco continentes.
Exagerado, desde mi punto de vista, es que haya un solo caso de atrocidad contra cualquier niño, ya sea blanco, negro, amarillo o azul, como los encantadores Pitufos. Porque miro tanto lo bueno como lo malo, y me considero imparcial y desde luego intolerante para cualquier forma de violencia (no le digo ya lo que implica torturar con cigarrillos a un bebé o envenenarlo con benzodiacepinas, y esto aún es noticia fresca), esgrimo la denuncia de mi artículo en pro de sacudir conciencias y maldecir a esa gentuza que disfruta, créame, haciendo sufrir a los infantes tanto física como psicológicamente.
Por suerte, cierto es, son muchos los niños que aún gozan de una infancia feliz, esa que sin duda alguna merecen de sobra.
Y usted, con su quehacer y vocación, bien ayuda a solventar las tragedias que no deberían suceder jamás en ninguna época, y mucho menos en la nuestra.
Reciba todos mis respetos y un cordial saludo con la sincera promesa de que leeré sus cuentos, de antemano, seguro, sobradamente dignos y notorios.