Esta puede que sea una de las historias más impactantes y conmovedoras sobre una monarca de Inglaterra de no más de quince años, quien empujada por la avaricia y la ambición al poder de la inmortalidad de otros, reinó durante nueve días hasta perder la cabeza destronada por otra reina de mayor experiencia. Únicamente una de las dos viviría para sostener el cetro en una mano y el orbe en la otra.
Los privilegiados que han sido elegidos para escribir la historia de los vencedores han preferido dejar en el olvido de las cenizas, del polvo, y de las pocas memorias que conocían todavía el recuerdo, este corto pero decisivo periodo para el futuro de la estirpe de los monarcas que se hacían llamar, los Tudor. La entrada de Jane Grey no aparece en la gran parte de los tratados de historia, pues no fue considerada una monarca de referencia ni de relevancia. Esto se justifica con el argumento de que no hizo nada para con su corona, que produjo ningún cambio. Por supuesto que no, no le dieron tiempo a ello.
El reino de lady Jane Grey proclamó su comienzo con su coronación el 10 de julio de 1553 y se le fue otorgado un fin el 19 de julio del mismo año. Esta joven, que poseía sangre real y que se encontraba a una larga distancia en la línea de sucesión, nació y creció en el campo alejada de la vida de la corte. Sus padres, Enrique Grey III marqués de Dorset y lady Frances Brandon, prefirieron criar a sus hijas en la lejanía de la remota tranquilidad de Bradgate, en Leicestershire, debido a los múltiples complots diarios que se producían contra la casa Tudor. Pretendían mantener su familia a salvo, quedar en el anonimato y pasar desapercibidos.
No obstante, un patrón en la historia de la humanidad, de las guerras y de las conquistas, es ese personaje que cree haber sido enviado como hacedor de reyes para forjar a partir de su habilidad y conocimiento una monarquía a la imagen y semejanza de sus más íntimos y ególatras caprichos. Sobre todo, si el actual rey sentado en el trono, Edward VI de Inglaterra, tampoco es más que un muchacho con aires de grandeza, que no ha heredado el destino ni la fortaleza de sus predecesores, sino una amarga y constante enfermedad que no parece querer desaparecer junto a su lecho, y que lo invade tomando la forma de la fiebre para darle muerte.
Inglaterra se convierte en un territorio de inestable fe, entre el catolicismo y el protestantismo, provocando al mismo tiempo un desconocimiento absoluto sobre quién sería el señalado por Dios para vestir las ropas que trajeran de nuevo la tan ansiada, la tan pasada y necesitada paz. Nos encontramos entonces en el conflicto de la falta de un heredero varón, del que tampoco existe regente de este, y donde todas las opciones posibles eran mujeres en un mundo en el que las armas de la potestad, la inteligencia y la supremacía, solo eran empuñadas por los hombres.
En un manuscrito redactado en referencia al tema de la transmisión de poderes y deberes reales, Edward VI, decretó que al no desear que su hermana mayor María Tudor o comúnmente conocida como María la sangrienta, lo reemplazara por su fe católica, decidió en sus últimos instantes de vida que una de sus primas reinaría hasta que esta engendrara a un hijo varón, siendo ese hijo el futuro monarca que la realeza urgía y por el que el pueblo clamaba. La madre de esta criatura sería para su extrema sorpresa y fatal desgracia, lady Jane Grey.
Un grupo de nobles del anterior monarca, liderados por John Dudley, duque de Northumberland, fue al que se le ocurrió la estratégica idea de utilizar a lady Jane Grey como peón, casándola con su hijo, lord Guilford Dudley. De modo que este pensado y calculado movimiento lo acercara poco a poco al dominio y control de la monarquía. Lo único que buscaba este grupo de falsos consejeros de estado era escalar hacia la cumbre del mando del territorio. Pero lady Jane Grey no era tan ingenua e inepta como todos ellos creían, pues quiso ser coronada con discreción y rapidez, y en cuanto fue oficialmente y por derecho divino reina de Inglaterra tomó las decisiones que creía convenientes siempre poseyendo la última palabra. Una de estas resoluciones fue la determinación en que su marido estaría a su lado como lo que era, un marido, porque rey lo era ella.
Tras su madura y valiente actitud que parecía cada vez menos inclinada a ceder a las voluntades de aquellos que la posicionaron en el trono, el respaldo de sus seguidores y defensores fue disipándose, hasta que el consejo que se reunía para debatir los cambios para con un nuevo gobierno en la célebre Torre de Londres, pasó de ser el lugar de reunión a cumplir la función de su propia prisión. Allí permaneció Jane Grey la totalidad de los nueve días de su reinado, hasta que fue despojada de su título de monarca por María Tudor, hija de la que fue también reina, Catalina de Aragón.
María Tudor procuró no condenar a muerte a lady Jane Grey, ya que era plenamente consciente de que no había sido más que una pieza de ajedrez en manos de un consejo real plagado de hipócritas. La mantuvo cautiva, viajando de palacio en palacio, otorgándole sus cuidados y el justo tratamiento de una reina. Pues es lo que había sido. Reina por nueve días. Si bien era cierto, que no podían existir, respirar, caminar por la misma tierra dos reinas de igual presteza. Pues una era reina por linaje y la otra por jurisprudencia. Los fieles asesores de la nueva reina Tudor, María, insistían día tras día en que era su obligación como reina firmar el escrito que denunciaba la usurpación del trono de Inglaterra y la práctica de una falsa fe. Acusación ante la cual respondería lady Jane Grey con su vida.
No podía haber dos reinas de Inglaterra. Por lo que fue acusada de rebelión contra la misma corona que había llevado con responsable orgullo sobre su propia cabeza. Y el 12 de febrero de 1554 fue decapitada en una ceremonia pública.
Lady Jane Grey tan solo tenía dieciséis años. Esta joven fue reconocida en su época como uno de los mayores ejemplos de educación para las mujeres. Pues es bien sabido que dominaba la maestría del arte de las humanidades. Hablaba y escribía numerosas lenguas con soltura. Conocía los secretos de la astrología y de las escrituras religiosas. Jane Grey fue un espíritu de semejante abanico cultural como para imperar en la sabiduría de las leyes, sabiendo su significado y distinguiendo cómo utilizarlas para hacer lo correcto. Muchas mujeres analfabetas se lanzaron al privado estudio de las letras debido a su ejemplo.
Como conclusión me gustaría destacar una muy necesaria lección de Jane Grey, y es la de la injusticia en la que se vio envuelta en soledad. Los que la habían proclamado reina huyeron de su lado cuando ella más requería de su apoyo confesando sus pecados ante el nuevo régimen del catolicismo y abandonándola a su suerte.
Su padre, quien permaneció hasta el final confinado en una de esas celdas junto a la suya, se le acercó para quitarle de la cabeza las prendas que solo visten los respaldados monarcas y decirle:
– Se ha acabado.
Lady Jane Grey interpretó y mantuvo el papel de reina mientras se vio obligada a hacerlo. Ella nunca quiso que el trono le perteneciera, esperando que cuando todo terminara pudiera regresar a la nostalgia del campo y del abrazo de sus padres. En su desesperación e inocencia respondió:
– ¿Podemos entonces volver ya a casa?
Aquello no iba a ser posible.
Disfruta de la obra de Laura Martínez Gimeno
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