Sepa usted, señora, que lo difícil de verdad, difícil, lo que se dice difícil, no es ponerle el cascabel al gato, sino colgar un gato de un cascabel. Y mire usted que la gente cree que es al revés, pero no. Es como eso de poner una llaga en el dedo, que parece cosa de mucha simpleza, es cierto, pero tampoco es fácil hacerlo, que yo mismo no sé cómo se hace pero me gusta mucho ver cómo lo intentan los demás porque a veces es de pasar un rato ameno.
Pues bien, andábale contando todo esto, señora, para que vea que las cosas, se diga lo que se diga, muchas veces sí son lo que parecen. No siempre, pero sí cuando se parecen mucho a lo que parece que son; que si las cosas parecen lo que son es por algo, y que si las cosas no son lo que no parecen, nunca es por nada, que siempre hay algún motivo, no sé si me entiende. Y es que verá: parece que eso de que las cosas sean lo que parecen ser, se ha quedado anticuado, (y mire que uno prefiere no meterse en esas cosas porque no sabe), pero estará de acuerdo conmigo en que antes era todo más fácil, y que si alguien parecía idiota lo mejor para todos era decir que parecía idiota, y ya sabe que no se hacía por insultar, que a veces también pero por otras causas, sino para evitar confusiones y falsas expectativas, por eso la palabra idiota vale tanto para el hombre como para todo lo demás. Y es que creo que a veces nos olvidamos de que en el mundo hay muchas cosas, de hecho está lleno de muchísimas cosas, y no podemos conocerlas todas. Es algo que también pasa con la gente, que hay muchísima gente y además están por todas partes, y con suerte podemos saludar a muchas pero nunca conocerlas a todas, creo que es casi imposible. Es lo que le digo que ocurre con todo lo que hay, y por eso tenemos que conformarnos con creer que las cosas son lo que parecen, porque no nos queda otra. No es por fastidiar ni por llevarle la contraria a nadie, entiéndalo, es que no nos queda otro remedio. Si algo parece una tontería, lo mejor es llamarlo tontería. Puede que no lo sea, pero estadísticamente es probable que lo sea si lo parece, y si lo parece mucho, mucho, mucho, incluso si lo parece muchísimo, lo más probable es que sea una tontería. Ya sé que estas cosas a usted le extrañan poco porque es de aldea y sabe distinguir las tonterías de las cosas que importan, pero créame si le digo que hay quien cree que una cosa se convierte en interesante si se le cambia el nombre y suena bien, o moderno, o culto. Reconozca que lo de cambiarle el nombre a las cosas a veces está muy bien, pero cansa. Es como lo del gato y el cascabel que le decía antes, queremos que sea la cosa la que cambie, y no el nombre, porque hay nombres que los carga el Diablo, y cambiarlos a veces es casi un acto de caridad. Pero eso de cambiarle el nombre a una cosa con la intención de que la cosa deje de ser lo que de verdad es, para que me entienda, para que deje de ser lo que todos vemos que es, lo que parece que es y lo que a nadie se le escapa que es, se hace muy raro. Y ridículo.
No sé si alguien ha calculado alguna vez todo el tiempo que dedicaron los antiguos, desde los antecessor de todo tipo y linaje hasta los mesopotámicos que en gloria estén, o desde los aborígenes y sus familias hasta los egipcios clásicos, en ponerle nombre a todas las cosas que hay en el mundo. ¿Puede usted imaginarlo? ¡A todas las cosas que hay en el mundo! Que alguien tenía que hacerlo, es verdad, y que ellos eran los más antiguos también, que cuando llegaron los primeros hombres al mundo las cosas estaban todavía sin nombre y una a una, con fervor de madre y paciencia oriental, fueron poniéndole nombre a todo. Quejarnos de los nombres que les pusieron a las cosas es injusto, es no valorar su trabajo, su esfuerzo y su imaginación, pero intentar ahora cambiarlo porque no nos gusta es aún peor. Y cuando los antiguos decidieron llamar tontos a los que dicen tonterías, seguro que no les faltaban motivos. Uno no sabe los tipos si los antiguos eran muy listos, seguramente sí por lo que se ve, aunque también muy destrozones, pero lo que sin duda tenían claro era que cuando se le cambia el nombre a una cosa para que se convierta en otra, lo único que cambia es el que lo hace: se convierte en tonto. O no.
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Pues sí, a las cosas por su nombre. Muy bueno y lúcido.