Iván Robledo Opinión Redactores Relatos Breves

Cuentos de Cuarentena (IX): CUANDO LLEGA EL AYER

Ahora no se acuerda ni de lo que hizo ayer. Es por la demencia. Comenzó cuando murió mi padre.

Durante bastante tiempo, puede que meses, o años, o puede que siempre, que a veces no se pierde la noción de la realidad, los trabajadores sonreíamos al pasar junto al banco que hay en la avenida por la que íbamos a trabajar. Ahora suele estar vacío, y descuidado, pero durante una temporada lo ocupó una señora de aspecto razonablemente venerable. Algunos la conocían de antes, otros la conocíamos de después, pero todos la amamos al final, que también fue el suyo, y con el que se llevó parte del nuestro, y la conocíamos porque era la madre de César, uno de nuestros compañeros de trabajo.

Decía César que al principio su madre, que por entonces era solo la suya, iba allí por instinto, quién sabe, o por querencia, que es otra forma de estar en los sitios, que es como hacer algo por inercia pero con cariño. Iba y se sentaba, seguramente siguiendo los pasos de su hijo César, o los anteriores de su marido, que no sabíamos cómo se llamaba ni nos importaba a casi ninguno. Iba y se sentaba varias horas, y luego se aburría y se marchaba. Estaba cuando llegábamos, y nadie dudó qué debíamos hacer.

-Disculpe que la interrumpa, señora, ¿es usted Táboas?

-Sí, ¿me conoce?

-¡Por supuesto que la conozco! ¡La vi bailar en el Principal!

Entonces la madre de César, la gran Táboas, se sonrojaba, y agradecía el cumplido de aquel desconocido, el de alguien tan joven a pesar de todo pero que la vio actuar en el Principal, que ya no existe pero que fue en sus tiempos el principal teatro de la ciudad. Luego, para su sorpresa, era una mujer quien la saludaba al tiempo que le recordaba la noche en la que triunfó, lo recordaba porque ella, la mujer, estuvo allí presente, en el Gran Teatro, esta vez en la capital.

-¿Me vio?

-Estaba en primera fila. Jamás olvidaré aquella noche.

Y la gran Táboas, la madre de César, bajaba la cabeza agradecida.

-No tienes que agradecernos nada.

-Os quiero. ¡Gracias!

César lo decía de corazón, nos daba las gracias de corazón. Su madre, que fue una gran bailarina de ballet clásico siendo joven, había perdido la cabeza y la razón de todo lo que es prescindible en esta vida. Mayor y enferma de mil cosas, su vida seguía siendo la danza y el recuerdo de haber sido una gran bailarina en su juventud, antes de que naciera nuestro compañero César, antes de casarse, antes de que existiera nada de lo que realmente a ella le importaba. Ahora todo estaba fuera de su lugar, que nunca nada estuvo perdido salvo la razón, y ahora todo tenía que inventarse cada jornada, cada día, antes de entrar a trabajar, cuando al pasar junto al banco de la gran avenida, saludábamos a la gran Táboas, la madre de Cesar, y había días en los que nos deteníamos para rememorar algunas de sus actuaciones, y había día en los que pasábamos de largo, solo saludábamos, para que no nos viera llorar.

-No, ella no sabe qué edad tiene, ni cuándo fue una gran bailarina. El tiempo ya no existe para mi madre.

-Aún mantiene su figura, sin duda fue una gran artista.

-Lo fue. Ahora no se acuerda ni de lo que hizo ayer. Es por la demencia. Comenzó cuando murió mi padre.

Así era. Eso no nos importaba. Cada día era nuevo para ella porque ella lo hacía nuevo para nosotros. La aplaudíamos al pasar, alabábamos sus éxitos señeros, sus grandes jornadas de danza, sus memorables actuaciones, todo lo que una señora anciana y demenciada, de aspecto razonablemente venerable, era capaz de necesitar para sonreír.

César solo era nuestro compañero, su madre fue la de todos.

Iván Robledo R.

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