Iván Robledo Opinión Redactores Relatos Breves

Cuentos de Cuarentena (XV): CINCO CRISANTEMOS

Eran cinco, pero solo una podía estar presente en el entierro.

Morir en soledad es, para muchos, morir dos veces, y lo es para el que vive, que no sabe de cunetas, o de naufragios, o de hospitales con habitaciones en las que no dejan entrar.

-Es por salud, por salud pública.

-Comprendo.

Pero no es verdad, las esposas no lo comprenden, nadie lo comprende, solo saben que es inútil preguntar, solo saben eso. Después alguien saldrá y dirá lo demás, como cuando las cunetas, o los naufragios, o los diagnósticos, y ya está.

Enterrar en soledad es, para otros muchos aunque no tantos, no morir nunca. Eugenia lo sabía. No le dejaron entrar en la habitación. En ella estaba su marido, y no necesitó saber más, lo había visto antes muchas veces, aunque parezca que nunca es suficiente.

-No lo comprendo.

Pero no es verdad, la mujer sí lo comprendía.

Cinco hijas tenían a Eugenia, que era la madre. El padre estaba al otro lado del infinito de una habitación de hospital. Las cinco hijas llegaron al mismo tiempo, que es llegar a la vez cuando el tiempo se detiene para que ninguna quede atrás. El tiempo, cuando se lo propone, sabe hacer bien las cosas que no debe. Las hijas se encontraron al mismo tiempo allí.

-Su madre estaba aquí hace un rato. Se habrá marchado.

-Claro.

Por eso aguardaron. Primero aguardaron por el padre, pero eran cinco, y las cinco lo sabían; que la misma cosa la sepan cinco personas o una sola, no cambia esa cosa. Después de aguardar al padre, aguardaron a la madre.

-Lo siento.

El padre había muerto, eso les dijeron a las cinco, las cinco lo supieron al mismo tiempo. Las cinco no sabían dónde estaba la madre, y así terminó de pasar la noche; después de la noche pasó la mañana, con su alba, y después pasó alguien que les dijo que debían enterrarlo enseguida.

-Es por salud, por salud pública.

-Comprendemos.

Es posible porque eran cinco. La mayor se llamaba Eugenia. Sí, igual que la madre.

Eran cinco, pero solo una podía estar presente en el entierro.

Dar un responso en soledad fue, para la hija mayor, nacer y morir al mismo tiempo. No siempre es así, pero esta vez sí. El párroco miró al señor del entierro, y el señor del entierro miró a la hija mayor, que se llamaba Eugenia, igual que la madre, pero la madre no había aparecido aún, y el señor del entierro tenía que entregar el certificado enseguida, y había que firmar, y otras muchas cosas más en ese mismo instante.

Al mover la losa se miraron una vez más, uno a otro se cambiaron las miradas, se miraron más veces, no se sabe cuántas, y de diferentes maneras, tampoco se sabe cuántas. Esas cosas no pasaban muy a menudo, podían suceder, es cierto, pero no pasan con frecuencia porque si pasaran más veces enloqueceríamos; a veces sí, ocurren, y entonces es bonito. Al señor del entierro le resultó bonito, y también al párroco, que tenía setenta y siete años, uno tras otro, y le resultó bonito a la hija mayor, que se llamaba Eugenia, igual que la madre, que al fin apareció; aguardaba a su marido, al que no dejaron ver morir, y ahora ella también estaba muerta, y lo esperaba. El párroco miró al señor del entierro una última vez, y el señor del entierro miró a la hija mayor, que dijo que sí. Y los enterraron juntos. Esas cosas pasan, no muchas veces pero pasan, porque si pasaran más veces sería peligroso, y alguien los delataría, pero así no, así les da tiempo a contárselo a las demás para que lo entiendan. La madre de Eugenia, que también se llamaba Eugenia, aprovechó la noche para ir a morirse en la misma tumba en la que iban a enterrar a su marido, y allí la encontraron.

Y allí siguen. Juntos. O no.

Iván Robledo Ray

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