Su abuelo leyó dos libros durante su vida, solo dos, y los leyó enteros. El primero fue el libro con el que aprendió a leer, le gustó, y nunca se le olvidó. El segundo fue un diccionario. El primero lo leyó cuando debía hacerlo, o cuando le dijeron que debía hacerlo, si le hubieran preguntado habría opinado otra cosa, no es seguro pero creemos que sí, pero nunca le preguntaron. El segundo lo leyó cuando era muy mayor, o cuando le dijeron que era muy mayor, como cuando se es viejo pero te lo dicen otros, que no siempre es casi lo mismo, y entre uno y otro libro pasaron setenta años y dos horas. Setenta años y dos horas justas. Luego se hizo mayor. O viejo. Quizá debió hacerse viejo antes, antes de esas dos horas al menos, que se hacen extrañas, es verdad, pero no lo hizo. Unos días antes, cuando nadie sabía que iba a hacerse viejo, (él decía que sí, pero nadie lo creyó), pidió un diccionario.
-El mejor.
Y se lo dieron. Su hija se lo dio. Tenían uno en la casa de alguien a quien conocían, pero quiso otro.
-El mejor.
Buscaron otro y se lo dieron, su hija se lo dio. Y comenzó a leerlo. Una página, otra, diez, cien, en la cama, en un sillón, tumbado en la hierba. Descuidó las pocas cosas que no tenía que hacer. Su hija le seguía, algunos días le seguía porque temía un desvarío, y entonces lo veía llorar. A veces reía, pero otras veces, muchas, lloraba, lloraba casi siempre, lloraba como lloran los enamorados, no como lloran los que quieren dar lástima. No tenía pena, su hija le preguntó y le dijo que no tenía ninguna pena.
-Al contrario.
-Me alegro.
Era verdad, la hija se alegraba, pero también era verdad que había algo en ese alegrarse que no la alegraba. El abuelo leía el diccionario pausado, entregado, y con un lápiz en la mano. El lápiz era de Sanjurjo, que así se llamaba el nieto. El abuelo decía que hoy se pone nombres a los niños para que sepamos que los padres son idiotas, pero hay quien dice que exagera, quién sabe. Sanjurjo le prestó uno de sus lápices al abuelo, uno de siempre, sencillo. Los lápices son sinceros, los lápices siempre dicen la verdad. Podemos escribir de mil maneras, pero lo escrito con lápiz siempre es verdad.
-El lápiz se puede borrar.
-Por eso.
Y puede que tuviera razón. Escribimos a lápiz porque nos equivocamos.
El abuelo leyó el diccionario completo con vino en una mano, y un lápiz en otra. Ese diccionario tenía dos mil trescientas páginas, era el mejor, eso le dijeron. Un día dijo que ya estaba, que ya lo había terminado, y le dio el diccionario a su hija y el lápiz a Sanjurjo. El abuelo se estiró y se fue, y la hija abrió el diccionario.
-¿Algo de interés?
-No lo sé.
El diccionario tenía manchas de vino, gotas pequeñas, salpicaduras, y otras manchas también reconocibles, lágrimas, seguro que lágrimas. El diccionario estaba lleno de tachaduras y marcas, muescas hechas a lápiz, incomprensibles para ella. Buscó y encontró cuántas palabras tenía el diccionario, y al averiguarlo se asustó, no mucho pero su asustó, un poco, aunque más bien se asombró. Sí, más bien se asombró. El abuelo había escrito al lado de cada “la conozco” o “nunca la he escuchado”, según. Y así con todas. Con todas.
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