Uno siempre ha creído, señora, que las cosas que necesitan ser muy explicadas no merecen la pena. Ser muy explicadas es serlo mucho, claro, tanto que a veces parece que la explicación se convierte en la cosa que se explica, como que la suplanta. Y no debe ser eso. O que con frecuencia el explicador acaba convertido en todo, en la cosa y en lo explicado. Y eso tampoco es, o eso cree uno.
Esto de ser algo muy explicado se lo cuento por lo de las personas que cuando no saben qué decir, o qué callar, dicen que la cosa es de sentido común, que es una manera de decir que a partir de ese momento los demás tenemos que callarnos porque si algo es de sentido común no hay nada más que se pueda objetar; tampoco menos aunque eso ya da hasta igual.
Y sin embargo, esto de explicarlo todo y explicarlo mucho a mí me parece muy bien, qué quiere que le diga, porque hay veces que con frecuencia (y hasta con impaciencia) aguarda uno ese momento en el que te dicen:
-Es de sentido común.
-¡Claro!
Donde ¡Claro! es lo que dice uno en estas ocasiones, que uno puede decirle al otro que es idiota pero prefiere decir ¡Claro! porque es menos beligerante, y a veces incluso elegante aunque todo depende, no siempre lo es pero al menos no es tan peligroso, o no tanto como para temer una pedrada del otro. Y al decir ¡Claro! es cuando uno aprovecha para escabullirse por donde menos afán tenga el explicador.
No sé qué pensará usted, pero uno cree que esto no es lo peor, que también sabrá que a veces se dice:
-Voy a explicarlo de un modo divertido.
O para que se entienda, o de un modo distendido, o de un modo divertido, que a estas alturas ya tanto da, que es el como tiro de gracia al oyente o al lector, la ola que colma el tedio de todos los vasos a medio derramar. La gente que más sabe piensa que las cuestiones más serias de la vida tienen en común con los chistes buenos en que no tienen por qué explicarse, que no necesitan explicación ni deben ser explicadas, como las cosas que no necesitan prueba en juicio. Por eso le digo que cuando alguien apela al sentido común para explicar algo es porque no se lo cree ni él mismo (o eso creo), aunque ni de esto mismo esté uno seguro, y mire que todo esto no se lo digo por maldad, que bien sé que usted es de aldea y allí el sentido común crece en racimos, sino para que vea cómo está la cosa. Y es que uno, como le contaba antes, cree que para según qué cosas las palabras son como las prendas de vestir, que para todo hay su momento, y su exceso y su defecto, y su medida justa, su falta y su sobra, y siempre el buen gusto. Que uno nunca acierte con casi nada ya es otra cosa, que creo que eso no depende de lo que pasa sino de las carencias de cada cual y qué le vamos a hacer.
Esto era lo que quería contarle, señora, que uno cree que lo de mirar así, o inclinar la cabeza de ese otro modo, o colocar el mechón detrás de una oreja o parpadear como quien abanica son cosas que no necesitan ser explicadas, no son cosas de sentido común sino de cada uno, solo de uno y solo de quien él quiera. Por eso hay veces que queremos decir algo, una sola cosa, y necesitamos una novela entera, y ni eso; que basta un solo gesto para saberlo todo, una mirada o un silencio, que hay quien escribe porque no sabe explicarse bien, quien poetiza porque no sabe cómo decírselo, señora, que llena hojas y hojas porque no encuentra el momento, gente que la ha visto a usted y el resto de su vida será tratar de convertir al papel un cigarrillo juntos, intentar que quepan en mil libros una calada como san Agustín quiso meter el mar dentro del agujero que hizo en la arena.
Que no es lo mismo, bien lo sabemos, y por eso hay que decirlo. O no.
Cartas a esta señora
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