La Historia nos presenta con frecuencia la ligazón, la íntima relación de un personaje con la ciudad que le vio nacer, crecer o dejar su legado. Así, por ejemplo, Miguel Hernández, el poeta y dramaturgo de enorme relevancia en la literatura española del siglo XX, con Alicante; Nicolás Salmerón, Presidente de la Primera República Española, con Almería; Santa Teresa de Jesús, “La Santa”, seguirá estando vinculada por los siglos de los siglos a la ciudad de Ávila; Rodrigo Díaz de Vivar, ‘El Cid’, a Burgos; Salvador Dalí a Gerona; Federico García Lorca a Granada; Santiago Ramón y Cajal a Huesca; Camilo José Cela a La Coruña; Gonzalo de Berceo, considerado primer poeta de la lengua castellana, a La Rioja; Miguel de Cervantes a Madrid; Pablo Picasso a Málaga; Agustín de Betancourt, uno de los científicos más relevantes del siglo XIX, a Santa Cruz de Tenerife; Unamuno a Salamanca; Francisco de Goya a Zaragoza… Para la ciudad de Toledo se vienen citando varios nombres de la talla de Alfonso VI, conquistador de la ciudad en el año 1085 y Garcilaso de la Vega, uno de los grandes exponentes del Siglo de Oro español. Yo propongo —si me lo permiten— actualizar este ranking para el caso de la ciudad de Toledo, con un tercer nombre: el de Juan Ignacio de Mesa Ruiz, uno de los grandes artífices del municipalismo moderno en España.
Para quienes consideren que esta propuesta es disparatada, provocadora e irreverente y, por sí misma, motivo suficiente para rasgarse las vestiduras, les ruego que escuchen todos mis argumentos a favor de la misma hasta el final de este texto. Quizás, algunos de los que ahora piensan que mi propuesta carece de fundamento, tras escuchar mis razonamientos, la abanderen.
El llorado presidente norteamericano, John F. Kennedy, llegó a afirmar que “A una nación se la conoce por los hombres que produce, pero también por los hombres a quienes honra”. España puede presumir al menos de una de estas dos cosas: que la lista de figuras insignes que ha producido es innumerable, tanto por la relevancia de sus los personajes como por la cantidad de campos que abarcan. De la segunda —por los hombres a los que honra— vamos a dejarlo, si les parece, para otro momento, pues no estoy seguro de que existan amplios consensos al respecto.
Maria Ostiz “Un pueblo es” 1978
Juan Ignacio de Mesa Ruiz, nacido durante la posguerra en el barrio de Santo Tomé un 19 de agosto de 1947, es un toledano de pro que lleva permanentemente a su ciudad en el corazón. Cursó sus estudios primarios y de bachillerato en el Colegio San Servando de Toledo. A continuación, se trasladó a Madrid para licenciarse en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense, regresando en el año 1972 para iniciar su actividad empresarial y profesional.
Su espíritu inquieto y emprendedor le llevó a fundar la Federación Empresarial Toledana (FEDETO) en el año 1976, ocupando dos años después el cargo de Vicepresidente de La Confederación Española de la Pequeña y Mediana Empresa (CEPYME).




Como Aristóteles, cree firmemente en que “El hombre es un animal político” que vive en sociedades organizadas políticamente, en cuyos asuntos públicos participa en mayor o menor medida, con el objetivo de lograr un noble objetivo: el bien común, la felicidad de los ciudadanos. Esta creencia completamente arraigada dentro de su forma de ser y de actuar le llevó a ser el primer Alcalde de Toledo democrático durante el periodo 1979-1983, matizándome que hay que distinguir entre el político profesional y el político por vocación. El primero —citándome al economista, sociólogo, jurista y politólogo alemán, Max Weber— es el que hace de esta noble actividad una carrera para mejorar su status social, mientras que el segundo, sin embargo, está al servicio de ideales relacionados con la mejora de vida de sus conciudadanos.
Con este espíritu de emprendimiento y de servicio de ideales relacionados con la mejora de la vida de sus conciudadanos promovió la constitución de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), ocupando el cargo de Vicepresidente 1º durante el periodo 1981-1983; un cargo que compaginó con los de Primer Vicepresidente español del Conseil de Comunes d’Europe, en París y el de Miembro de la Conferencia de Poderes locales del Consejo de Europa, en Estrasburgo.






Con la disolución de su partido, la Unión de Centro Democrático (U.C.D.), liderado por Adolfo Suárez, abandonó la militancia política —que no la política por vocación, completamente impregnada en sus genes— para dedicarse a sus actividades empresariales y profesionales como economista y auditor.
Su exitosa trayectoria profesional y de servicio al bien común desde entonces puede consultarse en su cuenta actual de linkedin.
—Porque aquí —me comenta, al preguntarle por qué lo había elegido para mantener nuestra conversación sobre la Transición—, en este centenario restaurante toledano de Venta de Aires, fundado en el año 1891, donde acudían los obreros de la cercana Fábrica de Armas, los devotos del Cristo de la Vega, los pescadores y bañistas del Puente de San Martín y algún que otro caminante en busca de alivio empezó todo.

















—¿Aquí, en Venta de Aires, donde nos encontramos empezó todo? ¡Qué interesante! —pregunté y exclamé—.





—Sí, verás. Todo empezó aquí de la mano de Agustín Rodríguez Sahagún, un abulense como tú nacido en el año 1932, hijo de un antiguo dirigente de Izquierda Republicana y amigo de Don Claudio Sánchez-Albornoz. Se licenció en Derecho por la Universidad de Valladolid y en Ciencias Económicas por la de Deusto. Desarrolló una carrera empresarial exitosa antes de dedicarse a la alta política. Fue promotor de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), donde llegó a ser vicepresidente de la misma, así como promotor y presidente de la Confederación Española de la Pequeña y Mediana Empresa (CEPYME). En el año 78 fue Ministro de Industria. Otro dato relevante de su biografía es que fue el primer civil que se hizo cargo de una cartera militar, produciéndose durante su gestión el golpe de estado del 23-F. En las elecciones generales de octubre de 1982 (II legislatura) fue elegido diputado nacional por Ávila, ya con el Centro Democrático y Social (CDS), y en el 89 Alcalde de Madrid.

—Está claro que estamos ante un prohombre de la Transición, una figura clave de este periodo —apostillé—.
—Sí, lo fue, dejando una fructífera obra y el recuerdo de una persona respetada por su honradez y abnegación, valores que nunca le negaron ni siquiera sus contrincantes políticos en vida.
—En fin, una figura política y humana de primer nivel que tú tuviste el privilegio de conocer aquí, en Venta de Aires. ¿Cómo surgió este encuentro?
—Este encuentro —me explicó— fue promovido por Paco Neri, un conocido directivo de Banesto. Yo en aquel momento estaba en Toledo dedicado a mis cosas y a meterme en muchos charcos. Es que, a mediados de los años 70 si no eras una persona indiferente te metías, por un motivo u otro, en charcos. Pues bien, un día Paco Neri me llamó para comentarme que estaba seleccionando a un grupo de personas para mantener una comida con un señor de Madrid que nos quería plantear algunas cosas. Esta comida se produjo aquí, en este restaurante de Venta de Aires, y el señor en cuestión era nada menos que Agustín Rodríguez Sahagún.
—¿Y qué cosas venía a plantearos este señor llamado Agustín Rodríguez Sahagún? —pregunté intrigado—.
—Pues este señor venía a contarnos una obviedad: que con la muerte de Franco se iba a producir un inevitable proceso de cambio de la sociedad española; que este proceso de cambio se tendría que hacer a través de modelos representativos: en el ámbito político, a través de los partidos políticos, y en el social, por medio de los sindicatos y las organizaciones empresariales; que, bajo el paraguas jurídico de la Ley de Asociaciones, había que promover una estructura jurídico-administrativa montando asociaciones sectoriales, representativas de diversos sectores empresariales como base para crear organizaciones de ámbito sectorial, provincial, nacional y europeo; y que esto era imprescindible.
—¿Y cuál fue la respuesta de los comensales de aquella crucial reunión?
—Como puedes imaginarte, tras este planteamiento inicial surgió un amplio debate entre todos nosotros. Ciertos empresarios se manifestaron en contra, partidarios de seguir manteniendo la estructura del sindicato vertical; otros, sin embargo, pensábamos que lo que había era un anacronismo, y que no era posible abrirse a Europa empresarialmente con lo que teníamos; que había que adaptarse sí o sí a la nueva situación política.
—¿Y cómo quedó finalmente este intenso debate? —pregunté intrigado—.
—Al parecer, mi intervención y planteamientos llamaron especialmente la atención de Agustín, sucediéndome lo que ocurría en la mili: que el voluntario siempre se queda de cuadra. Así que, al día siguiente me llamó para mantener con él una reunión en su despacho, con el fin de plantearme mi disposición para promover una asociación empresarial en Toledo.
—¿Y cuál fue tu respuesta?
—Le respondí que no era fácil, pero que lo intentaría; que haría todo lo posible para llevarlo a buen puerto. Así que, con un grupo de empresarios me recorrí la provincia declarando la buena nueva. Hablé con el sector de la madera, la cerámica, la construcción, el metal, etc.
—Seguramente que metido en estos “charcos” te surgieron algunas anécdotas.
—Sí, claro, algunas hasta divertidas, como la que realicé en un restaurante a la entrada de Illescas, donde me topé con una pareja de la guardia civil delante. Es que, por aquel entonces, reunirse sin el permiso de la autoridad competente era una ilegalidad. En mi caso, lejos de caer en el desánimo por este ambiente de oposición, me sirvió de acicate. Me estimuló hasta el punto de conseguir crear la Federación Empresarial Toledana (FEDETO), ocupando el cargo de presidente. Al mismo tiempo participé con Agustín en la constitución de CEPYME y, por mis conocimientos en francés, tuve el honor de acompañarle en las reuniones que teníamos que mantener en Francia para llamar a la puerta de las organizaciones europeas, a fin de tener la representación que nos correspondía.
—Así que te metiste en este gran lío, o en este gran charco, por Agustín Rodríguez Sahagún.
—Así fue. Aquí empezó todo y por Agustín. En este histórico restaurante de Venta de Aires, fundado en el siglo XIX por Dionisio Aires Glaria y Modesta García-Ochoa, por el que han pasado ilustres personajes procedentes de todos los ámbitos de la vida.
—Me consta —asentí—. Yo mismo he tenido el privilegio de cotejar el libro de firmas de este centenario establecimiento por gentileza de su directora, la siempre encantadora Cuca Díaz de la Cuerda. Con mis propios ojos he podido contemplar —maravillado— las firmas de personalidades de la alta política nacional e internacional de la categoría de los Reyes de España, Don Juan Carlos y Doña Sofía, de Jordania, Italia o Yugoslavia; del General Franco, el Duce Benito Mussolini o el presidente norteamericano Richard Nixon; del ámbito de la cultura y del arte de la talla de Luis Buñuel, Federico García Lorca, Salvador Dalí o Rafael Alberti; de la interpretación del glamour de Cary Grant, Ava Gadner o Catherine Deneuve; del virtuosismo de Xavier Cugat o María Dolores Pradera; del pensamiento de la altura de José Ortega y Gasset y Gregorio Marañón; del Premio Nobel de Medicina, Alexis Carrel; de la olímpica Nadia Comăneci…
—La relación de personalidades que han pasado por este histórico establecimiento de comidas para degustar su rica gastronomía casera y celebrar importantes e históricas reuniones es innumerable.
—Y en la que siempre ha estado presente el delicioso plato típico de Venta de Aires: La perdiz a la toledana —puntualicé—.
—Efectivamente. Por cierto, la perdiz a la toledana —me aclara— es una reminiscencia de la época romana. Es que, como sabes, Toledo fue una importante ciudad del Imperio Romano que integró en sus recetas culinarias a este ave, muy abundante por nuestras tierras.
Tras finalizar este interesantísimo apunte histórico referido al centenario restaurante toledano de Venta de Aires, instintivamente ambos hicimos una breve pausa para tomar un pequeño sorbo de café, en su caso, y de té verde, en el mío. Unos pequeños y estimulantes sorbos de café y de té que, junto con la contemplación de la exquisita mezcla decorativa de sabor histórico y las últimas tendencias contemporáneas del interior del restaurante, nos transportaron repentinamente —por unos instantes— a otros tiempos, del mismo modo en que la famosa magdalena mojada en una taza de té transportaron repentinamente al escritor francés, Marcel Proust, a los veranos de su infancia en Combray, un pueblito al noroeste de Francia.
Luego, retomando la conversación con mi excelente conversador, Juan Ignacio de Mesa, de enorme bagaje cultural y experiencial, tomé la palabra para trasladarle el recuerdo que de Agustín Rodríguez Sahagún mantenía Antonio Regalado Rodríguez, un compañero y amigo periodista —ya jubilado— al que había conocido de cerca como Jefe de Prensa del Ayuntamiento de Madrid en esa época.
—A Agustín le conocí en situaciones difíciles, con una salud precaria y altibajos en su carácter, ocasionados por la fuerte medicación que tenía que llevar. Era un hombre muy culto. Llegó a adquirir obras de grandes pintores como Picasso o Miró.
Como Alcalde de Madrid tuvo la visión de transformar la capital de España con grandes obras como las autopistas subterráneas de conexión de la A6 con la A3 (A Coruña-Valencia) y la A5 con la A2 (Extremadura-Barcelona). La obra más representativa de su gestión fue la del túnel de Cristo Rey, que visitaba casi todas las noches para observar su evolución.
Pidió a la Policía Municipal que se le informara personalmente de los atentados que se producían en Madrid, una ciudad especialmente castigada por el terrorismo. Siempre era el primero en presentarse en el lugar de la tragedia para solidarizarse con los familiares.
Buscaba en todo momento los apoyos que fueran necesarios para sacar adelante los postulados centristas. Pactaba a menudo con el PCE, algo que evidentemente no gustaba a los populares.
Recuerdo vivamente que era muy meticuloso en la preparación de las ruedas de prensa de los viernes, para las que movilizaba a todo el equipo de comunicación y a los concejales, con el fin de ofrecer siempre respuestas claras y contundentes.
En fin, Agustín Rodríguez Sahagún dejó una impronta por su particular forma de gestionar, caracterizada por la entrega, la honradez, la imaginación, la disciplina y la plena dedicación a los asuntos del pueblo de Madrid.

—Coincido esencialmente con este análisis del periodista Antonio Regalado sobre Agustín Rodríguez Sahagún. Ciertamente, Agustín, era un hombre culto y generoso, que donó varias obras al Museo de Arte Contemporáneo de Toledo, situado en la Casa de Las Cadenas: hoy, por cierto cerrado y sus obras dispersas. También autoexigente que, por los tiempos de cambios que se estaban viviendo en España por aquellos días pedía compromisos.
—Culto, generoso, autoexigente y honrado —apostillé—. Subrayo lo de honrado con cierto conocimiento de causa, basándome en el testimonio de un compañero mío —Nacho Ayllón—, informador gráfico de TVE, destinado en nuestros Servicios Informativos en Madrid.
Resulta que hace pocos días, al enterarse de que estaba escribiendo estas “Conversaciones para tiempos de hoy” sobre la transición política española, me comentó que deseaba compartir conmigo un episodio conmovedor, que no había compartido hasta ahora con nadie, relacionado con Agustín Rodríguez Sahagún durante su etapa como Alcalde de Madrid.
Tras finalizar una entrevista para TVE (una de las últimas, por cierto), realizada en el despacho de la Alcaldía, Agustín Rodríguez Sahagún invitó al equipo a charlar un ratito más. Al parecer, deseaba compartir con ellos —ya fuera de cámara— algunas reflexiones.
Comenzó comentándoles que para él era un gran honor ser el Alcalde de Madrid, pues, tras su paso por el Ministerio de Industria y Energía y del Ejército, su gran sueño era trabajar por esta ciudad para transformarla socialmente. Pero —les aclaró— no me está resultando nada fácil llevar a cabo todas mis ideas, ya que me estoy encontrando con fuertes oposiciones desde diferentes ámbitos, algunas de carácter muy grave.
—¿De carácter muy grave? Esta fue la pregunta que resonó en el ambiente y en el interior de todos ellos, generando una tensión que podría cortarse con un cuchillo, según mi compañero Nacho Ayllón. Luego, tras este breve, pero inquietante silencio, el Alcalde, ya menos distendido, tomó nuevamente la palabra para decirles que había sido presionado de un modo inimaginable, incluso para alguien como él con una larga e intensa trayectoria política.
—En este despacho —les ejemplificó con una enorme tristeza, visiblemente reflejada en su rostro— me han llegado a poner un arma encima de la mesa, conminándome a que accediera a la concesión de determinadas exigencias de carácter urbanístico.
Creemos que lo del arma —me ha aclarado mi compañero Nacho Ayllón— no nos lo comentó en sentido metafórico, sino literal; si bien todos nosotros comprendimos que se trataba, no tanto de una amenaza directa contra su vida, sino de una estrategia coactiva para recordarle quién mandaba realmente en Madrid; por lo que, se puede inferir que en aquel despacho pasaron ciertas cosas inconfesables; tan inconfesables y abrumadoras que, para un político íntegro de la talla de Rodríguez Sahagún, eran inasumibles.
Pero esto no fue todo. Inopinadamente, Agustín —de acuerdo con la confesión de mi compañero— rompió a llorar de un modo sobrecogedor, generando un total desconcierto entre los miembros del equipo. Cabizbajo y con los ojos hundidos, parecía implorarles comprensión ante una labor que, como pronto se vería después, él sentía que nunca podría llegar a culminar.
¿Lloró de impotencia?; ¿de tristeza?; ¿de frustración?; ¿de todo ello un poco? ¿Quién sabe? Quizás, sobre todo, de soledad. De una soledad amortiguada brevemente por el calor humano de unos desconocidos, a los que en ese instante pudo llegar a ver como una pequeña representación del pueblo de Madrid, al que imploraba compasión por el hecho de no haber podido estar a su altura.
Yo no sabría decirte, José Antonio, por qué aquel gigante de la política se vino abajo en aquel momento, abriéndonos su corazón de par en par, sin ningún tipo de complejos. De lo que sí puedo dar fe es de que, para todos los que le vimos llorar de esa manera tan desgarradora no supuso un signo de debilidad sino de grandeza. La grandeza de un hombre solo. La grandeza de una “rara avis” de la fauna política de su tiempo.
Poco tiempo después de este episodio nos sorprendió a todos la noticia de su muerte repentina. En el diario “El País” del 14 de octubre de 1991 leímos:
Agustín Rodríguez Sahagún, de 59 años, ex alcalde de Madrid, murió sorpresivamente ayer en París a las 14.30. Su familia calificó de “inesperado” este desenlace, que también sorprendió a muchos de sus amigos y compañeros en la política.
El País” del 14 de octubre de 1991
—Un interesante testimonio, sí señor, que demuestra, una vez más, la talla política y humana de Agustín; un político singular, comprometido al máximo con el bienestar de la gente.
—¿Cómo fue tu relación con él?
—Mi relación con él fue en todo momento muy fluida y completa. Recuerdo que siempre nos insistía en que había que dar un paso al frente, pues no era aceptable que, en un proceso de Transición política de esa magnitud, no estuviéramos manifestando nuestro apoyo explícito, al nivel que cada cual pudiera comprometerse; que era fundamental que la sociedad tirara del carro para proceder a ese cambio político inevitable y sustancial en España. Y yo creo que ese mensaje claro y rotundo lo percibieron grandes sectores de la sociedad.
—Con la perspectiva que da el tiempo, basándote en tu propios recuerdos: ¿Cómo crees que se realizó ese cambio político inevitable y sustancial en España?
—Desde mi punto de vista, la mejor definición de cómo se realizó el proceso de cambio político de la dictadura a la democracia es de Torcuato Fernández Miranda, en aquel momento Presidente de las Cortes Españolas: “De la Ley a la Ley, a través de la Ley”, es decir, utilizando las propias herramientas del sistema para hacer posible ese deseado cambio de régimen.
Esto que nos parece tan obvio hoy —me matiza—, no lo era tanto en la España de Franco de los años 70, aunque ya muchos comenzábamos a vislumbrar por entonces lo inevitable de los cambios profundos que se estaban gestando. Yo lo pude observar durante mi época de estudiante en la Facultad de Ciencias Económicas, un hervidero de todo, donde pude contrastar criterios y opiniones, así como durante mis viajes a Francia para mejorar el francés.
Ciertamente, por aquellos años el mundo estaba cambiando y, España, a su manera, también. La cadena de protestas, principalmente universitarias y sindicales, que se llevaron a cabo, sobre todo en París, durante los meses de mayo y junio de 1968, no cabe duda que detonaron una serie de cambios sustanciales en Europa en todos los ámbitos de la vida. Y, aquí, en España, una cada vez más influyente clase media, que no era del todo ajena a estos vientos de cambio, a pesar de todas las restricciones impuestas por el Régimen franquista, también los estaba demandando.
—De ahí que —apostillé—, Adolfo Suárez, durante la defensa en las Cortes de la Ley para la Reforma Política —técnicamente, Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política— ideada para eliminar las estructuras de la dictadura franquista desde un punto de vista jurídico, afirmara que de lo que se trataba era de “Elevar a categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal”.
—Efectivamente. Algunos por entonces ya nos estábamos dando cuenta de que existía un desfase entre el modo de ver la vida de la sociedad española con respecto a lo que ofrecía el régimen. Te pongo dos ejemplos ilustrativos.
El primero tiene que ver con la cinematografía. En mi época de estudiante, pasando un fin de semana en Toledo, asistí a la proyección de “El sirviente”, la emblemática película británica dirigida por Joseph Losey, reflejo de la corrupción moral y del universo decadente donde se movían sus personajes, en el cine-club del antiguo casino de la plaza de la Magdalena. Todos los que estábamos allí sabíamos quién era Losey; quienes no debían de saberlo eran los censores del sistema, que habían dado previamente su visto bueno a la proyección de este film. Pues bien, recuerdo que resultaba kafkiano ver a Eulogio, que todos sabíamos que era de “La Secreta” que, cumpliendo con su obligación, se tenía que ver la película, y luego poner los cinco sentidos en el debate propio de un cine-club para hacer el correspondiente informe.
El segundo, con las obras literarias. Verás. También, en mi época de estudiante de Ciencias Económicas tuve que hacer un trabajo relacionado con la historia de las doctrinas, consistente en hacer una comparativa entre las teorías del marxismo y el momento en que Carlos Marx escribe “El Capital”. Con este propósito, aprovechando que mi facultad estaba cerrada por orden gubernativa por ciertos altercados, me personé en la biblioteca pública de Toledo, ubicada en el Miradero, para consultar “El Capital”. Cuando le solicito al empleado de la biblioteca esta obra, me pide que espere un momento pues tiene que hacer una consulta. Algo lógico —pensé— tiene que comprobar si la tienen en el depósito o en alguna estantería. Mi asombro surgió cuando supe que esta consulta era con la Comisaria de Policía, a la que tuve lógicamente que dar las explicaciones correspondientes: es que estoy estudiando Ciencias Económicas, es que mi facultad está cerrada por orden gubernativa, es que me han pedido que haga este trabajo comparativo, es que…
—Vaya, Juan Ignacio, dos anécdotas —comenté— que hoy nos generan cierta hilaridad, pero que ilustran perfectamente que en aquellos momentos había una realidad en Toledo y en España que no se correspondía con la realidad social de finales del siglo XX del resto de Europa; que había un desfase entre “la normalidad” del Régimen con respecto a la “normalidad” de la calle.
—Sí, efectivamente, lo había. Esto es una obviedad. Lo había en el cine, en la formación, en la prensa y, en general, en todos los ámbitos. Por este motivo, cuando yo llegué a Toledo en el año 72, habiendo finalizado mis estudios universitarios, y con la experiencia de haber trabajado en el Servicio de Estudios del Banco Urquijo, al observar que no teníamos la posibilidad de leer “Triunfo”, una revista de información general que, en los años 60 y 70 —dos décadas cruciales—, encarnó las ideas y la cultura de la izquierda de nuestro país, y símbolo de la resistencia intelectual al franquismo y “Cuadernos para el diálogo”, fundada por Joaquín Ruiz Jiménez, con un ideario político democristiano y referente de la cultura progresista, varios toledanos, con ciertas inquietudes e iniciativas, pusimos en marcha una librería: Fomento Cultural, S.A. (FOCUSA), ubicada detrás del Gobierno Civil, en la calle Santa Fe, para poder traer estas publicaciones y organizar debates y reunirnos para debatir libremente sobre cualquier tema.
—¿De cualquier tema? —pregunté intrigado.
—Sí, de cualquier tema. FOCUSA, sirvió, por ejemplo, para reunir al grupo de defensa del Tajo y plantear la primera manifestación en contra del trasvase Tajo-Segura en el año 77, para la que, por cierto, pedimos autorización para subir desde La Vega hasta Zocodover, y no se nos autorizó; solo se nos permitió hacerlo desde la Avenida de Barber hasta la Puerta de Bisagra. Luego, una vez constituida la primera Corporación democrática en el año 79, desde el Ayuntamiento aprobamos en pleno, por unanimidad, convocar una manifestación en contra de la Ley de Aprovechamiento Conjunto del Trasvase Tajo-Segura, con un recorrido desde Zocodover hasta la Plaza del Ayuntamiento.





—Veo que viviste de lleno el llamado “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN”. ¿Crees que existió o, sencillamente, es un bonito nombre para una bella entelequia intelectual?
—Yo creo que sí, que existió ese “ESPIRITU DE LA TRANSICIÓN”. Lo hubo porque, desde distintos puntos de vista y planteamientos ideológicos, había un convencimiento en aquella generación de que había que proceder a un traspaso de un régimen implantado por el franquismo a otro homologable con las democracias europeas.
—Y en tú caso: ¿Cuándo recuerdas que surgió en ti el convencimiento de que había que hacer política “de la buena”, la que se hace por vocación, al servicio —según Max Weber—, de ideales relacionados con la mejora de vida de sus conciudadanos?
—Mi vocación por “la política de la buena”, como tú dices, surgió en mí desde muy jovencito. Verás. Yo entro por cuestiones de todo tipo en la Graduada de San Servando, ubicada en la Diputación Provincial, por la amistad que mis padres tenían con don Matías Martín Sanabria, un fantástico y activo maestro y pedagogo, que ejercía también como delegado del Frente de Juventudes y profesor de Prácticas de Magisterio. Tengo una foto de pequeñito con él vestido con todos los correajes del Régimen, a propósito de una visita de rigor que realizó el ministro del ramo para comprobar por sí mismo los excelentes estudiantes que éramos.


Yo allí aprendí muchas cosas, como la disciplina, crucial para mi formación del carácter. Tengo el grato recuerdo de haber sido formado por unos maestros fantásticos. Eso sí, en un momento dado, en sexto de bachillerato, tuvimos como director a un personaje “curioso”, dicho amablemente, que provocó a un núcleo de mi curso, entre los que yo me encontraba, para plantearle y reivindicarle ciertas cuestiones. Pues bien, la actitud tan particular que tuvo con nosotros al recibirnos nos llevó al convencimiento de que había que tomar decisiones. Una toma de decisiones que, vista con la perspectiva que te da el tiempo, también forma parte de la política, de la “buena política”.
Luego, ya en la Facultad de Ciencias Económicas, te encuentras con un montón de información, hipótesis, trabajos y gentes que te aporta una enorme influencia para la formación y consolidación de tu propio carácter. Recuerdo de aquella época a Manolo Portela, una especie de padrino que me ayudó a acceder a determinadas lecturas, claves para formar un criterio propio sobre muchas cosas. También a Ángel Melguizo, un maravilloso toledano de un curso superior al mío, al que considero mi amigo íntimo de toda la vida, para todo y en todo. Por él entré en el Seminario de Estructura Económica, dirigido por el catedrático de Estructura e Instituciones Económicas, Rafael Martínez Cortiña. Y, claro, ese mundo te hace estar en política; y el que diga que no está en política, cuando uno está comprometido con el entorno en el que se encuentra, o está sordo o está ciego.
—Pues ahora, si te parece, Juan Ignacio, sigamos con los cinco sentidos hablando de política. ¿Cómo ves la política de entonces en relación con la de ahora?
—Para responderte a esta pregunta, debemos distinguir dos aspectos diferenciados: el de la política y el de la forma de hacer política. En relación con el primero —la política— yo creo que pueden y deben existir planteamientos ideológicos diferentes para encontrar soluciones a los mismos problemas, así como el establecimiento de prioridades diferentes, en función de cada paradigma ideológico. En cuanto al segundo aspecto —la forma de hacer política— yo no diré que todo tiempo pasado fue mejor, conforme a la poético y nostálgica reflexión de Jorge Manrique, pero no creo que ahora se esté haciendo algo mejor que se hacía en nuestro tiempo, tanto por el talante como por el “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN” que tú estás planteando; y esto lo digo con gran pesadumbre.
Y es que, este “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN” —me aclara— hacía que todos los que estábamos involucrados en aquella época remáramos hacia una misma dirección, buscando soluciones, aportando nuestras ideas de cómo encontrar esas soluciones, con independencia de nuestros propios planteamientos ideológicos. Ahora, sin embargo, observamos atónicos cómo la política está orquestada para poner determinados palos en la rueda, provocando que el carro de la vida de los ciudadanos no circule correctamente.
—Lo que me recuerda —apostillé— a la popular definición del genial humorista Groucho Marx: “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”.
—Pues sí, lamentablemente en esto, quizás, es en lo que se ha convertido hoy en día “la política con minúsculas”: tantas veces en el arte de buscar problemas y aplicar remedios equivocados; una percepción cada vez más arraigada en las mentes de los ciudadanos.
—Y que, por cierto, parece venir de lejos.
—Pues sí. Se ve que en nuestro ADN hay un componente que nos obliga, una y otra vez, a resucitar la escena del cuadro “Duelo a garrotazos” o “La riña” de Francisco de Goya.
—Una especie de maldición nacional que, con la fuerza de “EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN”, parecía ya superada.
—Sí, efectivamente, nos parecía que, con la fuerza de “EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN” habíamos podido superar esta histórica maldición; que, con su poder, el disenso permanente había dejado paso al consenso duradero; y que, con su autoridad, la concordia entre todos los españoles fue posible para siempre.
—Sin embargo, hoy, después de más de 40 años, parece que ha vuelto “la maldición” de siempre, provocando nuevos “Duelos a garrotazos” entre españoles, dentro de un contexto político, social y económico, nacional e internacional, endiablado. ¿Qué se hizo entonces que no se está haciendo ahora?
—Yo creo que se dio un mensaje claro y rotundo a la ciudadanía de que había soluciones realistas para los graves problemas que padecíamos y que, al mismo tiempo, existía la plena voluntad por parte de la mayoría de las fuerzas políticas de llevarlas a cabo.
Una de esas soluciones realistas que, con el paso del tiempo, han demostrado su gran eficacia fueron los llamados “Pactos de la Moncloa”. Se firmaron el 25 de octubre de 1977, a instancias del Gobierno presidido por Adolfo Suárez, siendo Ministro de Economía Enrique Fuentes Quintana, muñidor de los acuerdos de carácter económico, en un momento en el que la inflación golpeaba el bolsillo de los españoles con un 26,39% de incremento. A dichos acuerdos se adhirieron los principales partidos con representación parlamentaria: UCD, PSOE, PCE, PSP, así como los partidos nacionalistas. Alianza Popular firmó el acuerdo económico, pero no el político. Las asociaciones empresariales y el sindicato CC.OO. se adhirieron desde el principio; UGT lo hizo más tarde.
Hoy, sin embargo, en lugar de fomentar un espíritu constructivo, generador de consensos, predomina la descalificación y el enfrentamiento con el contrario.
—… por lo que, si te parece, Juan Ignacio, regresemos a “la buena política”, a “la política con mayúsculas”, la que tú tuviste el honor de ejercer por vocación, bajo la premisa de ser útil al conjunto de los ciudadanos. Una actividad que dio comienzo para ti un 19 de abril del año 1979, cuando fuiste proclamado Alcalde de Toledo: ¡El primer alcalde democrático de Toledo!. ¿Cómo encontraste a tu amada ciudad de Toledo en aquel momento?
—Vaya por delante que Toledo ha sido, es y será siempre una ciudad única y maravillosa desde un punto de vista histórico, patrimonial y cultural. Otra cuestión es la situación financiera que yo me encontré en ese momento de falta de recursos económicos; en fin, nada nuevo bajo el sol, la misma que tenía cualquier ayuntamiento de España.




—¡Vaya! —exclamé—
—Nada de lo que haya que sorprenderse. Es la tradición. En Toledo se mantenía la historia viva de lo que venía siendo el municipalismo de este país. Ya en su tiempo el hijo de El Greco, Jorge Manuel Theotocópuli, tuvo que ir a la cárcel por insolvente, por no poder pagar algunos de sus compromisos adquiridos; una insolvencia generada mayormente al no percibir en tiempo y forma los emolumentos que le correspondían por las obras que dirigía como arquitecto del Ayuntamiento de Toledo.
Lo que yo me encontré entonces, financieramente hablando —me continúa explicando—, fue que la deuda viva era superior al presupuesto ordinario del Ayuntamiento. Había dificultades incluso para pagar las nóminas del mes de abril de aquel año de 1979; pero, debo aclarar que no era culpa de los gestores municipales que me precedieron, sino de un sistema que había dejado a los ayuntamientos como la hermanita pobre de todas las administraciones.
Hubo que gestionar recursos para pagar las nóminas de los funcionarios, el recibo de la luz, las infraestructuras, etc. En fin, de todos los servicios imprescindibles que cualquier ciudad precisa. Suelo recordar también que por aquella época el 20% de la población no contaba con agua corriente, y el 15% de las calles no estaban urbanizadas. Tampoco había bibliotecas municipales ni asistencia social municipal, como ahora. Las carencias y deficiencias de entonces eran desde la perspectiva actual alarmantes. Los problemas eran innumerables y los medios y recursos escasos.
—¿Y cómo fueron resueltos tantos y tan variados problemas? —pregunté.
—Pues, con voluntad, con buena voluntad y complicidad. Los alcaldes, independientemente del signo político al que pertenecíamos, éramos conscientes de que teníamos que hacer una piña para lograr sacar adelante lo que cada uno de nuestros ayuntamientos precisaba. De esta buena voluntad surgió el germen del asociacionismo municipal en España.
—¡Un nuevo charco para ti, y no eran pocos!. De aquí surgió la creación de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP). ¿Qué te impulsó a promoverla?
—Pues verás. Por una serie de factores tales como la proximidad a Madrid, mi perfil de persona dinámica y emprendedora, experiencia de gestión por mi actividad profesional, mis conocimientos de idiomas, etc, fui propuesto, desde la Secretaría de Acción Municipal de UCD, para interactuar con todos los movimientos municipalistas que se estaban llevando a cabo en esos momentos. Sencillamente, lo que me impulsó a promover la FEMP fue un reto; un nuevo desafío que, por cierto, yo acepté con entusiasmo.
—¿Y cómo lo viviste?
—Me resultó apasionante. Los primeros pasos, antes del primer congreso en Torremolinos, se dieron por iniciativa de los alcaldes de las grandes ciudades, exceptuando Madrid y Barcelona, que no estaban por razones de diversa índole. En esta fase inicial se decidió una junta directiva representativa de todas las ciudades de España. Con este criterio, por UCD eligieron al de Toledo, es decir, a Juan Ignacio de Mesa. Por el PSOE a Pedro Aparicio, y por el PCE a Julio Anguita.
—¿Y qué pasó? ¿Qué tal os entendisteis?
—Muy bien. Nos hicimos automáticamente cómplices desde las primeras reuniones que mantuvimos. Comprendimos que teníamos esencialmente los mismos problemas, que debíamos afrontar con coherencia, con “programa, programa y programa”, según el slogan popularmente conocido de Julio Anguita y una acción política en común de cara a la administración central como la de la reforma de la Ley de Bases de Bases del Régimen Local; y, sobre todo, la de Financiación de las Administraciones Locales.
Este buen “feeling” entre nosotros se tradujo en compartir ideas y experiencias para sacar adelante todos nuestros proyectos municipales. Así que, se generó una relación de amistad y lealtad, al darnos cuenta de que todos teníamos los mismos problemas y las mismas ganas de solucionarlos.
—Una relación de amistad y lealtad que, según tengo entendido, fue a más, con el siguiente reto o “charco”: el de la integración en el municipalismo europeo.
—Pues sí. Así fue. España por entonces estaba excluida totalmente de toda representatividad en los organismos europeos, salvo con algún sillón en la Unesco. No estábamos en la Conferencia de Poderes Locales, ni en el Parlamento Europeo. Incomprensiblemente, nos encontramos con una oposición radical de algunos grupos políticos europeos como el de los “gaullistas”, liderados por entonces por el presidente francés, Valéry Giscard d’Estaing; pero, lejos de disuadirnos con esta dura oposición nos empujó a unirnos más aún, encontrando muy pronto un valedor en Europa: el del séptimo presidente de la República Italiana, Sandro Pertini, un auténtico artífice de la construcción europea.
—En fin, queda claro que existía entre todos vosotros una gran cohesión, compañerismo y lealtad. ¿Alguna discrepancia con respecto a algún punto?
—No recuerdo ninguna reunión de aquella Junta primigenia en las que se generara cualquier tipo de discrepancia, salvo en un punto: el papel que deberían tener las Diputaciones Provinciales dentro de este marco. UCD quería incluirlas, sin embargo, el PSOE no era partidario de esta inclusión. Así que, salvo este punto de vista diferente, había un completo consenso entre todos nosotros porque éramos conscientes de que con una sola voz éramos más fuertes y podíamos conseguir muchas más cosas para beneficio de nuestros conciudadanos. Para tal noble propósito llegamos, incluso, a repartirnos los papeles de cara a muchas negociaciones.
—¿Y cómo se veía desde el Gobierno de la Nación lo que vosotros estabais haciendo?
—Había complicidad entre ambas administraciones con comprensibles reticencias y diferencias en cuanto a las prioridades. Es que debemos entender que en aquel momento había una situación, como bien sabemos, muy difícil, con enormes problemas de toda índole. Por aquellos días se estaba desarrollando un programa muy ambicioso de construcción de centros de enseñanza para poder escolarizar a la llamada generación del “baby boom”, es decir, a los nacidos entre 1957 y 1977, que nacieron en plena dictadura franquista, y a la vez vivieron la transición hacia la democracia. Una acción que requería de muchos recursos financieros por parte de la Administración Central y, al mismo tiempo, de los ayuntamientos en la búsqueda de suelos e infraestructura para la construcción de esos centros. Además de ésta había otras grandes prioridades, como la de puesta en marcha de centros sanitarios. Hoy, con la perspectiva que nos da el tiempo, podemos comprobar que el salto cuantitativo y cualitativo que España ha dado desde los años 70 ha sido espectacular.
—¿Cómo eran vuestras relaciones con los ministros del gobierno de aquella época?
—Creo sinceramente que la actitud de la mayoría de los ministros, tanto en la época de Adolfo Suárez como de Calvo Sotelo, era de gran receptividad. Eran muy accesibles y abiertos a escuchar nuestras problemáticas y a poder negociar y debatir nuestras prioridades.
—¿Y cómo veíais el incipiente nacimiento de las Comunidades Autónomas?
—Creo que desde las alcaldías no éramos conscientes del papel que habrían de tener en el futuro las Comunidades Autónomas. Por entonces pensábamos que el restablecimiento de las Comunidades Autónomas de la Generalitat y el País Vasco respondía a cuestiones meramente históricas, que había que reconocer como razonables desde un punto de vista político y administrativo. Lo del “café para todos” lo veíamos generalmente como una especie de “butade política” para calmar las aguas.
Sobre la cuestión territorial nuestro pensamiento estaba más centrado en el modelo holandés, basado en el principio de que la administración más próxima al ciudadano es el ayuntamiento y que, por lo tanto, todos ellos deben estar dotados de los recursos necesarios para prestar los servicios esenciales de la educación, la sanidad, sociales, habitacionales, etc. Así que, yo, por entonces, era claramente municipalista; y hoy también. Suelo repetir a menudo que llevo en mi ADN incorporado el municipalismo.
Al escuchar el término “municipalismo” por boca del primer alcalde democrático de Toledo, objeto a menudo de usos distintos e, incluso, contradictorios, caigo en la cuenta de que últimamente ha ganado cierto predicamento en el contexto histórico actual, marcado por una fuerte crisis, no sólo económica y financiera, sino también política, social, cultural, ética y moral. Y en este contexto de profunda crisis de amplio espectro reconozco internamente que esta palabra, “municipalismo”, se ha convertido en una especie de fetiche, amuleto político protector, salvavidas o último recurso. Creo —me digo a mí mismo— que no todo el mundo habla de lo mismo cuando pronuncia la palabra “municipalismo”. Juan Ignacio de Mesa seguramente que tampoco.
Y es que, unos lo hacen desde una visión geográfica, como aquella realidad política que acontece dentro de los límites físicos de un término municipal; otros, desde una óptica quimérica, como forma ideal de organización política, que acaecerá en un futuro indeterminado; y, finalmente, un tercer grupo, lo hace desde una perspectiva burocrática, mediante un discurso centrado “en su pueblo” o “en su ciudad”, olvidándose de lo que ocurre en el resto del mundo.
Al dejar mis reflexiones internas para retomar la conversación me siento tentado a “abrir un nuevo melón”, una nueva línea de trabajo con mi conversador, Juan Ignacio de Mesa, en torno a la cuestión del “municipalismo”; sin embargo, tras más de dos largas horas de intensa e interesante conversación en torno al “ESPIRITU DE LA TRANSICIÓN”, decido que lo mejor será dejarlo para otra ocasión. Así que, con el fin de ir finalizando esta inolvidable conversación, pregunto a mi interlocutor:
—¿Se debió de hacer alguna cosa de manera diferente? ¿El llamado “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN” debió empujar los vientos del cambio por algún otro sendero?
—Sí. Como bien sabes, José Antonio, ninguna obra humana es perfecta. Por lo que hoy sigo pensando que la gran oportunidad perdida para haber hecho la gran vertebración de país era haber dado mayor importancia a los ayuntamientos.





Juan Ignacio de Mesa Ruiz presidió la última sesión del consistorio toledano el 20 de mayo de 1983, cesando como Alcalde-Presidente del Ayuntamiento de Toledo en sesión de 23 de mayo de 1983. Desde entonces, como hombre que concibe la política como un servicio a los demás ha seguido metiéndose —fiel a su convicción de que uno no puede ser ajeno a lo que ocurre en su entorno— en innumerables “charcos”. Unos charcos que le han convertido en un referente de la ciudad de Toledo y de la Universidad Regional, con la que ha colaborado como profesor asociado durante veinte años, formando en el ámbito fiscal a magníficos profesionales y contribuyendo a hacerla más grande como institución.
Al despedirnos, como buen prototipo de hombre de la Transición que es, me sonríe ampliamente —la sonrisa es la distancia más corta entre dos personas— con un largo, cálido y amistoso apretón de manos y mirada firme y límpida —los ojos son las puertas del alma— demostrándome atención e interés. Luego, fuera ya del centenario restaurante de Venta de Aires, en pleno Circo Romano, en el centro de la bella ciudad de Toledo, me entrega un nuevo regalo intelectual, prueba de su inherente actitud generosa y desprendida, envuelto en esta edificante reflexión:
—Insisto: ¡El ascensor social es la educación! La educación es lo que permite que los niños un día puedan llegar a ser lo que deseen ser. La educación, por lo tanto, tiene que ser siempre una prioridad fundamental en toda acción política. Y, de igual modo que el “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN” demostró que la concordia fue posible, llevando a buen puerto multitud de asuntos con amplios consensos, hoy todas las fuerzas políticas deberían llegar a formalizar una Ley de Educación consensuada, como base para crear un futuro mejor para todos nuestros hijos.
José Antonio Hernández de la Moya y José Francisco Adserias Vistué en EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN.
Fotografías de Juan Ignacio de Mesa, Toledo Olvidado y Venta de Aires.
Muchas gracias por acompañarnos. Acceso a las conversaciones.
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Aunque las corporaciones locales son claves para asegurar la calidad digna de vida de su población al ser responsables de la prestación de los servicios y equipamientos más básicos, de identificar las necesidades sociales de sus vecinos y de adoptar las medidas necesarias para cubrirlas, fueron minusvaloradas y tratadas injustamente por el régimen de 1977.
El municipalismo, digámoslo alto y claro, fue una de las grandes fallas de nuestra Transición que hoy, inexplicablemente, se mantiene. Sea porque se considerara a las entidades locales como un potencial contrapoder del Estado y las Comunidades Autónomas que había que mantener debilitado. O porque se quisiera conservar un cierto centralismo y jerarquía de poder y mantenerlas embridadas. O porque al ser los alcaldes políticos personalistas y actuar con cierta independencia de sus partidos (aunque después éstos patrimonialicen sus éxitos) eran mirados con desconfianza. Pero lo cierto es que las corporaciones locales pueden ser consideradas como la hermana menor y “pobre” de la democracia. Y es que no sólo no se les garantizó su suficiencia financiera, sino que su actuación, competencia y funcionamiento viene limitada y condicionada por la normativa estatal y autonómica (el contenido y la importancia de su personaje en la obra viene escrito por sus propios “competidores”) y la jerarquía normativa.
¿Qué hizo el municipalismo para poder sobrevivir? Pues lo que siempre ha hecho: el ¡Fuenteovejuna todos a una! (denominación que representa lo que significa el Espíritu de la Transición) Gracias, entre otros, a Juan Ignacio de Mesa Ruiz, el entonces alcalde de Toledo -hoy entrevistado-, se creó la FEMP: asociación que agrupa Ayuntamientos, Diputaciones, Consejos y Cabildos Insulares que representan más el 95% de los Gobiernos Locales españoles, para fomentar y defender su autonomía, reivindicaciones e intereses (ante el Estado y las CCAA), la solidaridad entre sí, promover y consolidar el espíritu europeo, etc.
Decía Woody Allen que le llevó 10 años tener éxito de…la noche a la mañana. Ya va siendo hora, después de 45 años de duro esfuerzo y trabajo, que el municipalismo pueda afirmar de la noche a la mañana que le ha llegado el éxito. Para eso hacen falta dar más pasos adelante y querer tener una democracia más real, más comprometida y mucho más cercana. ¿Nos interesa? Y, sobre todo, ¿estamos dispuestos a reivindicarla y a luchar para ganarla?