Acalanda Amor

YO, ABO. Capítulo 19: Una romántica cena en Matiz.

El restaurante Matiz no estaba lejos de nuestra casa, por lo que decidí caminar tranquilamente hasta allí. Iba con tiempo y pensé que un buen paseo me serviría para calmar algo mis nervios, que los tenía, vaya si los tenía. No podía culpar a nadie por mi manojo de nervios. Sabía que yo mismo era el responsable de esta ansiedad con mis pensamientos y expectativas. Daba por hecho que era natural sentirse nervioso cuando quedas con una persona que te hace tilín, pues deseas que todo salga perfecto, tal y cual lo has imaginado.

—Por cierto —me dije— ¿Y si al final mis expectativas sobre Paula llegaran a quedar en nada? ¿Y si para Paula este encuentro no fuera más que una cortés respuesta a mi propuesta de cenar juntos? Bueno, que sea lo que tenga que ser. Alea jacta es, la suerte está echada —sentencié.

Llegué a la puerta del restaurante diez minutos antes de la hora convenida, fijada a las ocho de la tarde. Deseaba que en este primer encuentro Paula me viera como un perfecto caballero, que controla el tiempo y su vida; como un hombre adulto, no como un niñato. Por lo demás, seguí a rajatabla los cánones ideales para la primera cita: vestimenta, fragancia, control del tiempo, calma interior, lugar adecuado….

Conforme iban pasando los minutos me sentía como un novio esperando a la novia a la puerta de una iglesia. Miraba mi reloj de pulsera—el maravilloso regalo que estrenaba mi amada Paula— cada minuto que pasaba, lo que aumentaba aún más mis nervios y ansiedad.

— A ver, Pablo, tranquilo, respira hondo y relájate —me decía. Aun así, no me parecía que las órdenes emitidas desde mi mente consciente fueran aceptadas rigurosamente, ni por mi sistema nervioso central, ni periférico. Lo que más temía en esta tensa situación es que la ansiedad tomara los mandos de mi buque insignia personal, haciendo saltar por los aires todo el sistema de navegación, provocándome sudores, mareos, rubor, tartamudeo o malestar estomacal, algo que me situaba ante Paula como un perdedor.

-¡Joder! Son las ocho y aún no está aquí —protesté interiormente. ¿Habrá decidido recular en el último momento? ¿Le habrá ocurrido algo? Miré mi móvil instintivamente —repleto, por cierto, de mensajes de wasap de amigos y de grupos de amigos sin leer— y nada, ni rastro de llamada o de mensaje de Paula. ¡Todo el gozo en un pozo! —exclamé derrotado emocionalmente.

El tiempo iba pasando muy rápidamente y la sensación de frustración y derrota iban minando mi autoestima a velocidades de vértigo. Llegué, incluso, a echar leña al fuego, auto flagelándome con la manida frase autodestructiva, ¡Soy un perfecto gilipollas! ¡Sí, joder, soy un perfecto gilipollas! Yo mismo me he montado una novela en torno a Paula sin fundamento; y que le pase esto a uno de letras o artista plástico que siempre están ideando fantasías animadas de ayer y de hoy, que pase, pero que me haya ocurrido a mí, un brillante chico de ciencias, ingeniero informático y con un futuro prometedor en el horizonte es imperdonable.

Las ocho y tres minutos y nada, ni un rastro de la dulce Paula. ¿Qué hago? ¿La llamo? Quizás sea mejor esperar algo más, que no piense que estoy impaciente y mucho menos irritado por su injustificado retraso.

En esto que vino a mi mente: “¡No hay nada tan grande como la serenidad!”, un pensamiento de altura parafraseado por mi amigo Gerard, que él pronunció en un contexto en el que yo había perdido los nervios por un asunto que, visto con la perspectiva que nos da el tiempo, no era para tanto.

—¡Qué razón tienes, Gerard! —le dije, al comprender que había sucumbido a la irracionalidad— ¡Eres un sabio! ¡Un reverenciado sabio!

—No, hombre, no — fue su serena respuesta— que esta afirmación no es mía sino del gran filósofo, orador, político y escritor romano-cordobés, Séneca.

En fin, lo cierto y verdad es que eran las ocho y ocho minutos y Paul seguía sin aparecer. Algunos clientes, que venían amorosamente en parejas cogiditos de la mano empezaban a pasar al restaurante sonrientes y parlanchines. Eran de la edad de mis padres, y de ahí para arriba.

—¡Mon dieu! —exclamé para mis adentros— qué hace un chico como tú y una chica como ella en un sitio como éste. Cuando esté dentro cenando con Paula voy a tener la sensación de estar dentro de un “Spielbergiano” “Regreso al futuro”, recibiendo torpedos mentales procedentes de las diferentes ubicaciones del restaurante, con cadenciosas preguntas a la manera del grupo Burning: “¿Que hace un chico y una chica como vosotros en un sitio como éste? Los años os delatan, chavales. Estáis fuera de sitio. ¿Qué habéis venido a buscar aquí? Vuestro sitio está en una pizzería o en un Burger”.

Nuevamente mi aparato mental empezó a dispararse, pero ya sin cortapisas y ningún mecanismo de autocontrol. Vamos, con fuego a discreción, utilizando la conocida frase bélica para las grandes batallas, de la que un soldado solo puede salir vivo o muerto.

Paula, que hasta este momento era para mí el ser más maravilloso de la Tierra, se había tornado en el más despreciable. Unos torrentes de exclamaciones iracundas empezaron a brotar en mi espacio mental. ¡Pero qué se ha creído esta tía! ¡Si piensa que va a jugar conmigo, va lista! ¡Si quiere imponer desde el principio sus reglas, yo tengo las mías! ¡Es imperdonable llegar a una primera cita rebosando los diez minutos de cortesía! Y no es que yo crea que llegar tarde a una cita sea un delito penado por la ley, pero llegar tarde es, sencillamente, un mal augurio, una señal de que lo tuyo con lo de esa persona no va a funcionar. ¡Es que ya no estamos en los diez minutos, joder! ¡Es que la buena señora, con su santa cara, ha cruzado esta noche el Mississippi con más de quince minutos de retraso! ¡Me va a oír! Cuando aparezca, si es que aparece, por mi parte la saludaré con un hola y adiós. ¡Pero qué se ha creído esta señorita! ¿Es que cree que tiene el derecho de jugar con mis sentimientos?

Mi elegante reloj —envenenado— regalo de la informal Paula que, tras esta afrenta, probablemente devolvería a su origen, marcaba ya las veinte horas y veintitrés segundos. Aquello, irremediablemente, ya olía a tragedia. La batalla parecía ya perdida para mí. Todas mis expectativas se estaban derritiendo cual azucarillo en una taza de café por lo que respecta a mi futuro con la señorita Paula.

—¡Derrotado! ¡Derrotado! Era la palabra que describía mejor que ninguna mi situación anímica de ese momento. Pero en esto que, en un vislumbre de racionalidad, llegó hasta mi memoria una motivadora frase de don Miguel de Unamuno, aportada por mi amigo Manel, en un momento en el que un importante y difícil examen de la carrera me estaba provocando una úlcera de estómago.

El antídoto, el contraveneno, el antitóxico, el revulsivo, en fin, el salvavidas para aquel momento de mi intensa vida estudiantil que operó en mí tan eficazmente, ahora parecía que podría serme también de cierta utilidad para el malogrado primer encuentro amoroso. Si funcionó entonces, ¿por qué no lo podría hacerlo ahora? —me pregunté. Así que, tiré de pensamiento unamuniano para salvar los muebles, y masticando cada una de las palabras que conformaban el brebaje de sanación mental, fui diciendo: “Jamás desesperes, aun estando en las más sombrías aflicciones, pues de las nubes negras cae agua limpia y fecundante”.

De repente, una vez completada la frase, escuché desde la cercanía:

—Hola, Pablo. ¿Qué tal? Fue el primer dardo narcotizante de la amazónica Paula que, por arte de birlibirloque, se había abalanzado sobre mí con un par de besos en la cara, dejándome sin armas y defensas, obligándome a corresponder —muy a mí pesar, por la consabida afrenta— con la ya consumada costumbre social del besucón saludo. 

Mi nombre —Pablo— pronunciado por Paula, con su voz melodiosa y angelical, resonó para mí como el sonido más dulce e importante de la Tierra. Esto debo reconocerlo, interna y judicialmente. No cabía duda de que en ese instante me tenía a su antojo con sus infranqueables armas de mujer, pero —me dije— renaceré de nuevo como el Ave Fénix, para proyectar sobre mi torturadora amiga la más iracunda de mis venganzas. 

—Hola, Paula. ¿Y tú? —le respondí muy serio y con cara de pocos amigos, mirando al mismo tiempo el reloj, tratando de trasladarle mi enorme cabreo por haber llegado tan tarde a nuestra cita.

—Bien. Ya veo que eres como yo, de los que prefiere llegar pronto a los sitios. ¿Llevas mucho rato esperando?

—Estoy aquí desde las ocho —fue mi lacónica respuesta.

—¡Tan pronto! Pero, muchacho: ¡que habíamos quedado a las ocho y media! Ya veo que eres un hombre bien precavido, y hombre precavido, vale por dos—sentenció con una sonrisa de oreja a oreja.

Aquella aclaración de la damisela Paula me dejó totalmente desconcertado y fuera de juego. No sabía qué hacer, si aclararle a mi seductora amiga que estaba equivocada o dejar pasar el detalle, como un perfecto caballero. La primera opción —me dije—puede provocar entre ambos contendientes rayos, truenos y centellas, transformando quizás este idílico encuentro en un mar de fuego de reproches, dimes y diretes; la segunda, sin embargo, puede ocasionar, como en Casablanca, el inicio de una gran amistad o, vaya usted a saber, si algo más y de mayor calado. Así que, seguiré para el presente caso el sendero de la prudencia pues, como recomiendan los versos de oro del sabio rey Salomón, puestos en boca por mi amigo Gerard, “El necio muestra en seguida su enojo; el prudente pasa por alto la ofensa”.

No me cabía la menor duda de que Paula había caído en la cuenta de que mi anticipación a nuestra cita, no se debía tanto a cuestiones de prevención sino de confusión; que, aunque habíamos hablado inicialmente de quedar a las ocho de la tarde en la puerta de Matiz, telefónicamente convenimos entre ambos que era mejor quedar media hora más tarde de su apertura, es decir, a las ocho y treinta minutos.

—Te mandé un wasap de confirmación de nuestra reserva para las ocho y media —me comentó de un modo indagatorio.

—Yo daba por hecho que no habría problemas con la reserva —fue mi respuesta de ni fu ni fa.

Con esta respuesta táctica no vulneraba el sacrosanto código de no mentir en la primera cita y, al mismo tiempo, evitaba reconocer expresamente que no lo había visto, obligándome a dar las explicaciones oportunas del por qué no lo había visto.

 —¿Entramos? —pregunté tratando de acabar con este engorroso asunto de la hora de la cita, que mal administrada podría haber encendido la mecha fatal de un incendio de consecuencias inimaginables.

—Claro, adelante caballero.

Una vez situados en la mesa reservada, analizada la carta y solicitada la comanda empezó para mí el proceso indagatorio.

—Bueno, Paula, quería agradecerte tu regalo. ¡Es precioso! Como ves lo llevo puesto. Es tan elegante este reloj —le comenté mostrándoselo- que me hace sentir todo un caballero.

—Me alegra que te haya gustado. Tus padres son muy buenos clientes de la tienda y me apetecía tener un regalo con vosotros. Y, bueno, también te confieso que era un modo de darte la enhorabuena por tu graduación. Tus padres me comentaron que la has finalizado con muy buenas notas. Están muy orgullosos de ti.

—Bueno sí, no ha estado nada mal. Han sido años duros, pero, ya ves, al final todo llega y ahora toca empezar una nueva etapa.

—¿Tienes pensado algo? —me preguntó de un modo indagatorio.

—Estoy dándole vueltas a algunos proyectos; no sé, quizás, antes de meterme de lleno en el mundo laboral, continúe mi formación de ingeniero. Es que, ya sabes, para trabajar siempre hay tiempo.

—Sí, claro. Hay que aprovechar estos años jóvenes para seguir formándose, que luego con las exigencias familiares y profesionales no queda tiempo para nada.

—Esta es mi idea ahora. Oye, ¿y tú? Me comentó mi madre que estás muy ilusionada con los estudios de enfermería.

-Sí, es lo que siento que me gustaría hacer.

Nuestra conversación continuó por estos derroteros relacionados con nuestras respectivas inquietudes profesionales. Lo hacíamos de un modo aproximativo, tratando de no desarrollar demasiado nuestras respuestas, evitando meterse en charcos o jardines inexplorados.

Era evidente que conforme iba transcurriendo el tiempo ambos nos íbamos sintiendo cada vez más a gusto y relajados. Los dos comenzábamos a sentir que las puertas de nuestros corazones se iban abriendo lentamente y de forma segura.

 El ambiente del restaurante era inmejorable, así como el servicio, que nos hizo sentir como si estuviéramos en nuestras propias casas. Nos decidimos, por recomendación del maître del restaurante, por el coctel del menú degustación. Fue un gran acierto. Todo estaba riquísimo. En aquel mágico momento, Paula y yo nos sentíamos los protagonistas de una gran película, donde el restaurante Matiz ponía el decorado y todo el atrezo.

A los postres el nivel de confianza era total entre nosotros. Nos despojamos de nuestros corsés psicológicos, dejando paso que nuestras risas —manifestación de la alegría, el placer y la felicidad— afloraran espontáneamente.

—¡Qué fuerte, Paula, lo de la bronca del capitán Fermín con el Tío la Vara! Casi por su culpa nos cruje a palos aquel buen señor, ja, ja, ja —comenté.

—Y bien que nos lo teníamos merecido. Fuimos unos completos canallas. Mira que hacer que se levantara de su cama, el pobre hombre, que se tenía que levantar al día siguiente para ganarse el pan con el sudor de su frente. ¡Qué fuerte, Pablo! Tuvimos que escapar de aquel lugar como alma que lleva el diablo.

—¿Y qué me dices de la batalla naval de chicos contra chicos que mantuvimos antes en el mar de Málaga?

—Que fue brutal. Una filibustera guerrilla en toda regla de los piratas del Caribe contra las naves del imperio colonial español. ¡Qué bien lo pasamos!

—Sí, es verdad, para no olvidar. Lo que nos dejó a todos un poco descolocados fue cuando salimos del agua, empapados hasta los tuétanos y vimos a Lola llorar. ¿Os ha comentado después qué le pasaba?

—Ya sabes que Lola no es de las que le gusta hablar mucho de su vida personal. Creemos que fue simplemente una explosión de emotividad, a raíz de la experiencia catártica que mantuvimos en el mar. Para ella, y también para todos nosotros, aquel performance fue una excelente terapia curativa. Vamos, una liberación. Así que yo creo que sus lágrimas no eran de tristeza sino de alegría, al sentirse tan querida y arropada emocionalmente.

—Pues, fantástico. De eso es de lo que se trataba —apostillé. Oye, ¿y qué me dices del capitán Fermín?

—Pues que es todo un personaje —me respondió de manera equidistante.

—Yo creo que es un cabronazo en toda regla —maticé. Vamos, que hacernos formar en plan militar junto a la orilla del mar, ordenándonos que gritáramos lo de señor, sí señor y entregándonos para ir a cortar cabezas por la ciudad es para nota.

—Sí, completamente de acuerdo —convino conmigo. La que montamos fue minina, de antología de la zarzuela. Dimos un buen campanazo y la nota correspondiente. El numerito de vedettes que montamos fue para salir en todos los medios de tirada nacional e internacional.

—Y, bueno, qué me dices del numerito que se montaron Fernando y Marta. ¡Joder, qué pasada! Su improvisada parodia nacional del “corazón, corazón, corazón pinturero, que peazo de artistas tienen las revistas de mi peluquero”, fue total.

—Ya lo creo que lo fue.

—¿Te acuerdas cuando Marta se subió arriba, mostrándonos uno de sus pechos, tratando de hacer lo más real posible la parte de esta canción que decía: “Inés Sastre fue de boda, muy guapa y muy elegante, y nos brindó una instantánea lozana y estimulante? Se le salió del escote un travieso pezoncito y organizó un despelote con este percance fortuito”.

—Sí, claro, lo recuerdo perfectamente. Aquello fue total. Todo un broche final para una noche juvenil inolvidable. Yo no sé, tú, pero a mí, al día siguiente, me dolían las caderas de tanto movimiento sexi. Del pompi ni te cuento, pensaba que se me había salido de su sitio de tanto estiramiento hacia atrás.

 —Bueno, yo no salí mejor parado que tú. A la mañana siguiente estaba molido y con la sensación de haberme descoyuntado. Por cierto, hablando de corazones, ¿se sabe algo del affaire del capitán Fermín con vuestra simpatiquísima amiga sevillana Lucía?

—Bueno —me aclaró— todos sabemos que aquella “noche loca” de amigos hubo más que risas y numeritos. Fermín congenió muy bien con Lucía ese día, pero, de momento, que yo sepa, la cosa no llegó a mayores. Lo que sí que parece que está fructificando es lo de Fernando con Marta —la de Jaén— y lo de Lola —la cordobesa— con Javier.

Llegados a este punto, ambos guardamos silencio. Habíamos entrado en una nueva dimensión conversacional que requería de otro escenario diferente. La pregunta que resonaba en el ambiente, sólo audible para nosotros dos fue: ¿Y lo de Paula y Pablo?

Era el momento de pedir la cuenta, salir de aquel estupendo restaurante para continuar nuestra interpretación en un nuevo escenario: el que proporciona el cielo estrellado y la luz de la luna, la brisa marina y el sonido del mar. Justifiqué ante Paula mi deseo de pagar la cena de nuestro primer gran encuentro en que era mi modo de agradecerle su regalo.

Caminamos por el paseo marítimo, conversando sobre lo divino y lo humano. A la altura de esta película los dos teníamos muy claro que nos sentíamos atraídos el uno por el otro.

—Sabes, Pablo, desde la andanza juvenil de este verano he pensado mucho en ti.

—Yo también en ti, Paula. Ya sabes que soy un poco tímido y torpe a la hora de expresar mis sentimientos. Esta noche nos hemos reído mucho y he sentido que entre los dos hay mucho más que un buen feeling.

—Yo también lo creo, Pablo. Me gusta mucho tu sonrisa y lo educado que eres. Es que te veo como un perfecto caballero de los de antes; y esto, aunque parezca de otros tiempos, para mí no lo es. Me gustan los chicos caballerosos como tú, cariñosos y respetuosos. También que tengan sentido del humor, como tú lo tienes.

—¿Yo? ¿Sentido del humor? Si soy un muermo andante. Ya me gustaría tener el desparpajo del capitán Fermín y la gracia andaluza de Fernando.

—Lo tienes. Es un humor diferente al convencional. Es un humor inteligente, de un chico inteligente como tú.

—Gracias, Paula. Nadie hasta ahora ha sido capaz como tú de subir tan alto mi propia autoestima.

—¡Ah! También me gusta mucho de ti el que seas tan estudioso.

—Bueno eso sí. Me esfuerzo todo lo que puedo. Es que, como sabes, me gusta mucho la informática.

De nuevo un profundo silencio se hizo entre los dos. El grado de tensión emocional entre ambos clamaba ya al cielo. Había llegado el momento de dar el gran paso, pero ninguno de los dos se atrevía a darlo por el miedo a dar un inoportuno traspiés, rompiendo nuestra mágica noche; una noche parecida a la de la canción de Julio Iglesias: serena y larga, como el tallo de la rosa, blanca, con su escarcha y con sus sombras.

Nuestro primer abrazo, que debió de producirse necesariamente con la mediación de la fuerza del destino y la flecha irresistible de Cupido, nos supo a gloria bendita. Por primera vez, Paula y yo, experimentamos la más profunda fusión de dos cuerpos y dos almas.

Pablo Martín Allué

0 comments on “Una romántica cena en Matiz

Gracias por comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Descubre más desde ACALANDA Magazine

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo