Fue Beethoven quien dijo: «Sólo el arte y la ciencia pueden salvar al hombre». Es curioso el orden de los términos si esto se analiza debidamente; arte y ciencia, no ciencia y arte. El genial compositor germano bien sabía de la necesidad social que ambas disciplinas significaban para la humanidad. Era artista y, curiosamente, por una otitis contraída durante el verano, luego de un baño refrescante donde no se puso ropa alguna, la infección otorrinolaringológica le haría perder el oído inexorablemente.
En aquel entonces aún no se habían descubierto los antibióticos, claro, como tampoco hoy conocemos el remedio para muchas enfermedades que nos acechan cotidianamente. La ciencia es, pues, una imperiosa necesidad.
De la necesidad a la obsesión, empero, dista un muy largo trecho. Una sociedad sin tecnología es posible pese a todo, pero es impensable –o debería serlo– hablar de contextos sociológicos sin que medie el arte.
El siglo XX supuso una revolución tecnológica a gran escala mundial, donde la ciencia cobró su protagonismo indiscutible. De escribir con plumilla a la estilográfica, enseguida la máquina de escribir (curioso nombre; se conformaron con eso) y no tardaría, como todos sabemos, la impresora y sus avances apresurados hasta llegar a lo que hoy damos por común.
El balance genérico es evidente: mucha tecnología, impensable hace sólo una década, y el imperdonable descuido y hasta olvido del arte. El entusiasmo por una novedad que nos llega casi diariamente, no justifica en absoluto que el medio se transforme en fin.
Porque tanto la plumilla como la tinta china, el pergamino y las hojas de papel verjurado, no dejan de ser un soporte para escribir. Sucede lo mismo con la vela y la lámpara de incandescencia, evocando aquella época donde al caer la noche se prendían quinqués, carburos, candiles, hachones y todo lo que emitía luz artificial.
Haciendo honestamente un repaso histórico, vemos que las grandes obras de la humanidad fueron creadas con unos medios técnicos tan precarios que hoy resultan inconcebibles. ¿Podemos imaginar a Miguel Ángel pintando la Capilla Sixtina a la luz de candiles y velas? ¿O esculpiendo La Piedad con puntas de hierro que él llamaría cinceles? ¿Y alzar la basílica de San Pedro de Roma sin grúas ni hormigoneras?
En pleno Renacimiento no había tecnología, pero el arte superaba con creces el cómo se lograban las grandes obras de la humanidad hasta el punto que ni siquiera hemos podido imitarlas. Esto debería hacernos reflexionar respecto a la validez de las técnicas modernas y sus logros.
Sería absurdo culpar a la tecnología de la más miserable mediocridad artística que la humanidad ha conocido, pues los medios –y sólo eso– han cambiado para bien, no para lo contrario. Sin embargo nos escudamos en eso denominado «modernidad» con el fin de disipar nuestro vacío creativo.
Las ironías, siempre presentes en nuestra existencia, nos sobrepasan hasta límites inenarrables. Con los medios actuales nadie escribe epístolas a familiares o amigos, recordando (siempre en pretérito) el papel de carta, un tintero y la pluma de ave para escribirle unas líneas (así se decía) a la novia o al padre, a la tía anciana o al primo lejano.
Es indiscutible que a mayor tecnología y comodidad, menores son los resultados creativos de nuestros coetáneos. Los medios, tan plausibles, nos han sumergido en una especie de limbo artístico sin precedentes en la Historia. Ahora tenemos de todo, a niveles que rozan la ciencia ficción, pero no somos capaces de hacer nada verdaderamente digno. Malas son las comparaciones, dicen, pero yo me siento frente a los monumentos del ayer para lamentar las porquerías del presente.
Como bien dijo Onetti, el amor por la creación es lo único que importa, ya se escriba con pluma, se pinte con las manos o se alcen monumentos ayudados de la más fascinante tecnología.
Nuestro huero creativo, comunicativo y artístico es culpa de las personas, de esas que tanto admiran los medios porque no tienen ninguna inquietud personal. Y esto, luego de tanto, es lo verdaderamente triste y despreciable.
Quizá sea el momento de replantearnos lo tan consabido por todos: que el fin es lo que importa y no el cómo lograrlo. Se necesita, ante todo, inquietud y ganas, anhelo y tesón, fuerza y estímulo. Con eso se han logrado las mejores obras de la humanidad. Y ahora busquemos dentro de nosotros dónde está el problema, porque en verdad no lo vamos a encontrar en el teléfono inteligente (no te llamé porque perdí la cobertura), en los periféricos a nuestro alcance (la impresora no me funciona) o en la calidad asombrosa de los óleos que cualquier comercio nos expende.
Fotografía de cabecera, cortesía de growlandia.com e imgchidas.com
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