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Elogio del Elogiador

Confío en que usted no caiga en las redes de un Elogiador porque, aunque al final ese pobre acabaría escaldado, le haría perder el tiempo.

He de confesarle, señora, que uno admira con admiración de bufón al Elogiador, y que lo admira, no para ser uno de ellos porque uno tiene su integridad en garantía y sin usar, sino porque reconozco, y seguro que usted también lo hará porque es una gamberra ilustrada, que lo que hace el Elogiador es cosa de mucho arte y salero. Y eso que a veces a uno le convendría hacer de Elogiador, pero lo cierto es que ni uno sabe ni el pudor, cuando se hace inoportuno, lo permite.

La cosa es clara, señora, y es que a todos nos gusta que nos elogien, a unos más que a otros, como debe ser o esto sería una feria, pero todos coincidimos en que es mejor recibir un elogio que recibir algo malo, como una pedrada. Y ahí está el asunto, que en ese pus es donde vive el Elogiador, en la confusión, porque el elogio es algo que se mueve entre la mera cortesía y la buena educación, ser cortés o educado, o donoso, o elegante, y así hasta llegar a la más ferviente entrega; pero lo del Elogiador es algo que escapa a cualquier gradación. Hay momentos en los que deshacerse en elogios con alguien o con algo es de justicia (conmutativa, distributiva o asociativa, dicen), pero no es ese el caso del que le hablo. El Elogiador aparece cuando no se le espera, a veces se teme su llegada pero no se le espera, y de pronto ahí está, armado con el elogio y el halago, espetándole melifluo a fulanito o a menganito cuán gran elogio merece lo que ha dicho, o hecho, o callado, o lo que sea; las primeras veces te halaga sin que se lo pidas, o como para devolver un favor que uno ya ni se acuerda, y después halaga, y halaga, y vuelve a elogiar como los peces en el río. Y halaga de tal modo, con tal profusión, con tanta entrega que su elogio brilla sobremanera , su barroquismo deslumbra y su manierismo, en fin, nos doblega, y entonces el elogio del Elogiador se hace hasta tal punto destacado que los presentes y los futuros acaban elogiando el elogio que el Elogiador ha hecho de lo elogiado, del que pronto nadie se acordará porque el Elogiador ha ocupado su lugar para ser él, el Elogiador, el elogiado por los elogios que hace.

No me negará que el asunto resulta pintoresco. A la mayoría de la gente estas cosas le provocan arcadas, pero el Elogiador sabe a quién dirigirse, son pocos pero se conocen bien y nunca se fallan, la gente de la calle se ríe pero a ellos no les importa porque su misión, darse gusto, estará cumplida. Hay quien opina que solo son pobres tontos, pero también hay quien cree que es cosa de mucha y fútil vanidad, rayana con lo patológico, pero no es fácil saberlo sin examinar el cerebro. El Elogiador, como sabrá, busca a quien elogiar para acabar siendo el elogiado, y eso no deja de ser una muestra de parasitismo, o vampirismo que, con frecuencia, se hace recíproco, y comienza así un bucle sinfín al que se puede asistir desde fuera hasta que el hastío, o la lástima, aconsejen alejarnos de allí.

No sé qué pensará usted, pero a mí lo del Elogiador me da entre risa y pena, siempre los ha habido pero ahora parecen legión. También antes eran distintos, casi entrañables, cuando tomaban como presa a un autor, preferiblemente fallecido para que no pudiera defenderse, y a fuerza de repetir citas, y frases, y dichos de aquel se presentaban como autoridades, cosa que estaba muy bien porque así se sentían muy felices y muy importantes, aunque a nadie les importase. Pero ahora es distinto, como bien sabrá, porque detrás de cada Elogiador hay alguien que quiere encasquetarte algo, y eso ya son palabras menores. Cuando menos se lo esperan, el Elogiador elogia al desprevenido y de tal manera lo hace que quien no tiene noticia acaba creyendo que aquellos dos son amigos, o deben serlo al menos por como se tratan, casi hermanos, o hermanados en alguna fe exclusiva y excluyente, y es así como el elogiado que va a ser parasitado acaba siendo, por el mismo precio, amigo del Elogiador porque él lo dice, como parte de la carga viral que inocula el elogio que se recibe. Y es que cuando un Elogiador se refiere a alguien como amigo, o viceversa, entonces todo está perdido para la presa.

Esto era la cosa que quería comentarle hoy, señora, para saber qué le parecía, que bien sé que usted es de aldea y sabe torear a los tontos de tres en tres. Es cosa de mucha risa, ya lo sé, y por eso se lo cuento, como cuando el Elogiador se dirige a una mujer y vemos cómo le cambia el tono, y hasta el timbre se le hace aldaba, y la escritura fina se le vuelve brochazo, ay así otras muchas tontadas que son causa de chanza y jolgorio. Confío en que usted no caiga en las redes de un Elogiador porque, aunque al final ese pobre acabaría escaldado, le haría perder el tiempo, y tiempo es todo lo que aquello que no consista en recogerse un mechón detrás de la oreja.

Esto era la cosa que quería comentarle, le decía, para saber qué le parece, pero también para pedirle que, si alguna vez cree que cometo el comportamiento del que ahora nos reímos, el del Elogiador, me lo haga saber para evitarlo. O no.

Iván Robledo Ray
Cartas a esta señora


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