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Desolatia, por Emilio de Miguel

Acepten el reto de este raptor de cabezas y tendrán la satisfacción de estar degustando un producto de muy alta calidad.

Al asumir el encargo de esta presentación, de esta especie de prólogo oral, además de querer atenerme a la obligación de brevedad que es connatural a todo prólogo, voy a limitarme casi a expresar mi admiración hacia Desolatia, a ponderar algunos de sus méritos y, en consecuencia, a recomendar su lectura.

Aunque también, por respeto a la complejidad de esta novela y a la categoría intelectual del autor, no dudaré en exponer interrogantes, dudas o consideraciones relativas a la muy peculiar naturaleza de este relato.

A este respecto, y huyendo de rigores y de terminología de la crítica literaria profesional, que a veces busca ser afectadamente críptica, me limito a decir que leí el texto disfrutando en todo momento, pero también preguntándome de continuo cuántos gozarían de ese texto. Y vinculado a esa duda, naturalmente me planteaba en su lectura qué faltaba o qué sobraba o qué sería necesario para que muchos gozaran de este relato, cuestionándome si el texto podía o debía tener vida pública y si obtendría un recorrido comercial satisfactorio.

En otras palabras, leyendo Desolatia, tuve siempre, y lo digo con énfasis, la satisfacción de estar leyendo a un muy buen escritor, del que, eso sí, no sabía si pretendía llegar a un público si no masivo, al menos, amplio, o si quería limitarse a practicar juegos literarios para recreo personal.

Porque lo cierto es que estamos ante un relato no fácil de etiquetar. Empezando por algo tan sencillo y tan comprobable como es la dificultad que experimentaríamos para contar el argumento a quien quisiéramos invitar a su lectura. El propio Vicente en uno de los textos con que acompaña a su libro apunta dificultades o retos. Escribe él:

No sé muy bien quién va a hablar de Desolatia y de mí a continuación porque a menudo no sé quién me está contando a mí las cosas: a veces soy yo mismo, pero, otras, es otro, o incluso todo el mundo. Esto nos pasa a todos y por eso en Desolatia hay varios narradores que a veces se suplantan y a veces mienten. Escriben sobre drogas, muertes, tráfico de armas, quizá violaciones; cosas que pasan entre varios amigos y su seudopadre, Anselm, el violento alemán responsable de esas muertes y esos negocios.

Sin destripar el contenido argumental –sin hacer eso que ahora llamamos spoiler–, esas palabras son un magnífico apunte sobre el contenido de este relato que está pidiendo no un acercamiento convencional, sino una lectura activa y atenta.

En efecto, además de la pluralidad de voces y de puntos de vista, en el libro hay llamativa concurrencia de momentos reflexivos, de lucubraciones existenciales, con otros más próximos a lo estrictamente narrativo, resueltos estos últimos con magnífico pulso de contador de historias que pueden enganchar por lo atractivo de la intriga.

Pero quien escribe momentos de esta segunda orientación –aquello que constituiría una narrativa convencional– parece de continuo no querer resignarse a ser autor de textos narrativos más o menos esperables, y vuelve rápidamente a páginas en que el lector sigue gozando la excelencia de su prosa pero sin el anclaje de unos desarrollos argumentales que enganchen al lector por su naturaleza más asequible.

De esta hibridación de producto literario al uso, y de exigencias y de originalidades que se autoimpone el autor, se deriva la pregunta de cuánto ha de poner el lector por su parte para desenvolverse con soltura en el universo que se le ofrece en Desolatia, y también a cuánto quizá ha debido o, quizá, hubiera debido renunciar el escritor para facilitar el trasvase de su obra al lector.

Lo cual lleva a la pregunta que ya anticipé de si quien escribe Desolatia tiene vocación de escritor que aspira a ser leído por un número más o menos abultado de receptores o si opta por hacer literatura de gran categoría pero que cumple su objetivo dando satisfacción fundamentalmente a quien la produce y secundariamente a un número escaso de privilegiados.

No haré sino repetir apreciaciones que ya he adelantado en lo esencial, pero insisto en que quien ha escrito Desolatia me da la impresión de que se mueve entre dos vectores que pueden tener algo o mucho de contrarios y el lector debe juzgar si están perfectamente conjugados. Por un lado está el narrador que tiene un mundo propio, construido quizá desde vivencias personales muy bien adobadas con atrevidos aderezos imaginativos, dando así lugar a la creación de un núcleo argumental realmente llamativo, digno de ser comunicado y capaz de atrapar al lector.

Por otro lado, junto a esa componente está, como ya dije, la tensión del escritor que de continuo pareciera estar necesitando exhibir técnica literaria, con voluntad de lograr un producto alejado de los usos más comerciales, una narración que, repito, requiere una lectura atenta y activa.

Lo que sí garantizo es que ese lector experimentará el deleite de leer una prosa que fluye muy bien, con léxico que muchas veces remonta lo usual y nos recuerda la riqueza del castellano.

Ese lector comprobará que en Desolatia hay exhibición –o, dicho con más exactitud–, hay muestra válida y espontáneamente conseguida de magníficos recursos literarios y lingüísticos. Encontrará el lector estructuras narrativas complejas, como son los ejercicios de relato dentro del relato, llámense técnicas de matrioshka o de cajas chinas, o propuestas de mise en abyme Y en el plano de la expresión, el lector se enfrentará ocasionalmente a frases muy complejas, a periodos oracionales caracterizados por atrevidos incisos que hacen imprescindible la relectura. Abundan, en efecto, los incisos cuyo contenido acaba siendo tanto o más importante que la frase cuyo desarrollo interrumpen.

Son datos que destaco para insistir en que estamos ante una propuesta personalísima, con el aliciente añadido de que Vicente Forcadell sitúa su relato en un escenario tan atractivo y real como es la propia Salamanca y hasta pareciera que en algún local quizá reconocible aunque convenientemente retocado. En ese escenario monta una historia que tiene mucho de irreal pero cargada de datos o indicios que en muchos casos parecen absolutamente verosímiles.

Está claro que Salamanca, como ciudad de características muy atractivas, es escenario que tienta y vende: hasta Cervantes supo algo de ello. Y lo sabe más de un fabricante de éxitos fáciles que incide y reincide en situar sus inverosímiles engendros en esta ciudad. Pero lo cierto es que Vicente también en esto huye de lo fácil y de lo esperable.

¿De verdad está en Desolatia Salamanca, la tópicamente difundida, la de postales turísticas, la tan largamente literaturizada, o una Salamanca que existe solo como recreación del autor, a veces casi onírica y un punto fantasmagórica? Lo evidente es que encontramos una Salamanca subjetiva. A este respecto escribe Vicente:

El lector verá poco a poco que esta Salamanca no está del todo en la Tierra tal como la conocemos. Los gorriones están locos, los perros no tienen cuatro patas, los coches no llevan ruedas, el suelo es inestable y se rompe, hay algún fantasma… También una nueva religión, el neoanimismo, que defiende que los robots tienen alma.

Una observación como esta, a propósito del realismo o de la verosimilitud con que Salamanca es la ciudad real en que transcurre Desolatia, invita a la reflexión de en qué consiste el realismo en la creación literaria. Y en particular, al debate de en qué medida dialogan con éxito realismo y calidad artística.

No resolveremos aquí la cuestión, desde luego, pero tomo el asunto un poco por la tangente y afirmo que, aunque consideremos realista un texto literario, si la obra alcanza la calificación de artística, al tiempo que conocemos aquella realidad objetiva que nos ofrece un relato, estaremos entrando también en el interior del sujeto que la retrata, o sea, siempre estaremos conociendo la verdad profunda de un autor. Y puedo hacer esta afirmación porque, aun en el caso de narraciones netamente realistas, siempre es subjetivo el acto mismo por el que un autor elige el tema desarrollado, porque también es subjetivo el punto de vista que adopta para literaturizarlo y porque subjetivo es, en definitiva, el modo de reflejarlo.

Por eso el buen literato está retratándose a sí mismo como resultado de esa suma de subjetividades con que capta la realidad. Por otra parte, si falta esa subjetividad es cuando podríamos dar la razón a Goethe que decía: “Si yo pinto mi perro exactamente como es, naturalmente tendré dos perros, pero no una obra de arte”.

Observación muy próxima a lo que expresaba Lorca cuando, en su célebre conferencia sobre Góngora, afirmaba que si tomamos en una mano el madrigal hecho a una rosa, y en la otra mano una rosa de verdad, sobra el poema o sobra la rosa. Y parafraseando a Lorca, y volviendo a nuestro objetivo, si cogemos en una mano la Salamanca objetiva y en la otra el reflejo de Salamanca que hace Vicente en Desolatia, sobra la Salamanca cierta o sobra la literaturizada por Vicente Forcadell. Se confirma así que lo que se trasvasa a las letras, si es arte, como ocurre en este libro, nunca consiste en una aséptica reproducción de la realidad.

A ese conocimiento del interior del autor y, en definitiva, al conocimiento del sentido último de un relato como Desolatia, contribuye también la arriesgada y libérrima elección de su autor del motivo que ha escogido como portada. Se trata de El ángel herido, pintura hecha en 1903 por el finlandés Hugo Simberg.

La figura central de ese cuadro es ese ángel que tiene –y no sabemos por qué– una venda alrededor de sus ojos y lleva –y tampoco sabemos por qué– rastros de sangre sobre su ala. En una improvisada camilla lo transportan –y tampoco sabemos a dónde- dos portadores jóvenes vestidos en colores sombríos. En la adaptación del cuadro para funcionar como portada se ha suprimido el portador de la izquierda pero se mantiene el de la derecha, ese que mira al espectador fija y directamente y que, con su expresión desolada, más que informarnos de las circunstancias de cuanto allí está ocurriendo, parece estar pidiéndonos a nosotros una explicación de aquel suceso.

Simberg, el autor de El ángel herido, rehusó ofrecer cualquier explicación del significado de su enigmático cuadro y me permito el paralelismo de comentar que, al igual que ocurre en el cuadro, Desolatia, tan enigmática a veces, contiene la invitación a sacar nuestras propias conclusiones, a dar nuestra propia interpretación de lo leído.

Enigmática Desolatia, digo, porque a lo dicho podría añadir que, leyendo este y un segundo relato que ya tiene escrito Vicente, y que tengo el privilegio haber leído, por momentos tengo la impresión de que quien entra en uno de sus relatos es como si se adentrara en un hermoso paisaje lleno de nieblas. No vemos claramente dónde vamos, hemos de confiar en quien nos guía pero lo cierto es que estamos deleitándonos con una experiencia intelectual y estética que va más allá de aquello a lo que estamos convencionalmente acostumbrados cuando leemos ficción.

Todo ello permite o quizá fuerza a admitir que esta propuesta parece que está hecha para un lector no común. ¿Para quién entonces? Viene casi espontáneamente el recuerdo de aquel Juan Ramón Jiménez que dedicó uno de sus exquisitos libros a «la inmensa minoría». Y no se trataba exactamente de elitismo, sino más bien al propósito de buscar al lector individual, opuesto al hombre-masa.

Ilustraría esa referencia a un público muy específico para ciertas propuestas literarias con una reflexión mía, y como mía, de mucha menor altura que la de Juan Ramón Jiménez. A saber, cuando salgamos de este acto podremos optar por ir a un restaurante. Y sabemos que la oferta en Salamanca es muy variada. Se nos ofrecen menús en un amplísimo abanico de precios, que van desde el nivel inferior de los 8, 10 o 12 euros, al tipo medio de los 20 o 30 euros, y al escalón de los precios superiores a los 60 euros.

Existiendo una oferta tan variada, la elección depende de distintos factores y fundamentalmente de la calidad del producto y, claro está, de la capacidad adquisitiva del consumidor. Pienso que ocurre algo muy parecido en el caso de la oferta literaria. Existen las lecturas de usar y tirar, existen los best sellers de consumo masivo y existe una literatura de mayor exigencia. El consumidor elegirá dependiendo de sus ganas y, dato fundamental, de su capacidad adquisitiva; vale decir, de su capacidad para gozar de la literatura.

Y lo cierto es que Desolatia es relato que está buscando lectores a la altura de sus provocaciones y de su propia exigencia. El autor de Desolatia se mueve con solvencia en el terreno de lo narrativo, con la atracción que eso implica, pero con voluntad

infatigable de escapar de lo más trillado, de lo transitado con abusiva frecuencia en tantos relatos convencionales. El autor de Desolatia está buscando lectores a la altura de la misma exigencia con que está escrito. Altura y exigencia esperable en quien, parafraseando aquel título de uno de los sueños de Quevedo, El alguacil alguacilado, se ha convertido en el editor editado.

He de ir terminando, que la brevedad, decía al comienzo, ha de ser una de las características de toda presentación de un libro, es decir, de ese vestíbulo que da paso a lo importante, es decir, al interior de la casa.

El verbo leer, se ha dicho por voz muy autorizada, no admite imperativos. Pero sí invitaciones, que es lo que yo hago, con gusto y convencido de lo acertado de mi invitación. Porque garantizo que quien lea Desolatia va a encontrar una prosa bruñida, un audaz vuelo imaginativo, unos personajes de perfiles inquietantes y atractivos, y una Salamanca con más noche que día, con más misterio que claridades. Todo ello al servicio de una trama realmente distinta a lo que encontramos en la actual narrativa española.

Por otra parte, quienes se dejen aconsejar por mí, convivirán en sus páginas con un filólogo profesional y vocacional, con un enamorado de la palabra. Con quien dice de sí mismo:

Nunca he trabajado en nada que no tuviera que ver con nuestro idioma.

Y añade:

Pero eso no quiere decir que lo domine; es más bien al revés.

Afirmaciones estas que contienen un aviso: este autor no puede vivir sin escribir (ya he hecho referencia a una segunda novela que, estoy seguro, pronto verá la luz). Y cuando escribe, aparte de estar dando sentido a su propia manera de existir, no pide permiso, seguirá sin pedir permiso para apoderarse de la cabeza del lector.

Acepten el reto de este raptor de cabezas y tendrán la satisfacción de estar degustando un producto de muy alta calidad –o sea, de la gama alta de los productos literarios– y que, por esa misma razón, es de esas ofertas que solo están al alcance de las capacidades adquisitivas más preparadas.

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