Adolfo Suárez - Colección privada de la Familia Alcón - El Espíritu de la Transición - Acalanda Magazine 2022
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EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN: En busca del tiempo perdido

En la vida hay que estar siempre muy concentrados, muy presentes, tan presentes como siempre lo estuvo mi tío Adolfo.

Al despedirme de mi conversador, Diego Alcón Espín, ya fuera del recinto del Parador de Ávila, una noche fresca del mes de agosto de 2022, comenté que su tío, Adolfo Suárez, había ingresado ya por derecho propio en el Olimpo de la Historia. Que la relación de títulos, condecoraciones y distinciones que había recibido en vida y a título póstumo era tan numerosa que ningún revisionismo histórico con intencionalidad política sería capaz de borrar la imagen impresa en el imaginario colectivo de todos los españoles del gran hombre de Estado que fue.

Diego Alcón es consultor de empresas. Comenzó su vida laboral antes de terminar su carrera de Ciencias Empresariales en el despacho Vahn y Cía. Auditores y Consultores, dirigido por José Luis Graullera. Luego, su espíritu inquieto le dirigió hacia la industria cinematográfica, trabajando en la parte económica-administrativa de la Media Business School (entidad asociada al PROGRAMA MEDIA de la UNIÓN EUROPEA), a las órdenes de Fernando Labrada y Antonio Saura (hijo del famoso director de cine Carlos Saura), para la realización de cursos de producción audiovisual europeos, dirigidos por el prolífico y exitoso productor de cine Andrés Vicente Gómez. Tras seis intensos años dentro del apasionante mundo audiovisual decide pasar página, saltando al de la investigación científica, al ser reclamado por el Centro de Investigación del Cáncer, dependiente de la Universidad de Salamanca y del CSIC. Este mismo espíritu de emprendimiento le impulsa a cambiar de aires, cruzando el charco desde la ciudad de don Miguel de Unamuno hasta la República Dominicana para trabajar como director financiero en un parque temático. Ha sido el trabajo más completo —me comenta— que he realizado en mi vida, no sólo desde un punto de vista profesional, sino también desde el de aprendizaje humano. En este contexto montó una empresa de desarrollo de páginas web que, junto con otros socios, dirige desde España actualmente.

Pero no piensen que ya está todo dicho de Diego Alcón sobre su trayectoria laboral e inquietudes personales, pues es toda una caja de sorpresas. Así que les animo a seguir leyendo, ya que mi nuevo conversador ha venido siguiendo —consciente o inconscientemente— a lo largo de su vida el principio formulado por el padre de la industria automovilística moderna, Henry Ford, de que “Uno de los mayores descubrimientos que hace un hombre, una de sus grandes sorpresas, es descubrir que puede hacer lo que temía no poder hacer”.

Resulta que, aunque en su casa vivió el amor por la música clásica y la ópera a un nivel que él califica de “summum”, con 12 años le picó el virus de Elvis Presley, convirtiéndolo en “Elvispresliano”. Dos años más tarde, con 14 años, aprendió a tocar la guitarra con canciones del rey del rock y a los 18 montó “Raíl” con amigos de Ávila y Madrid —un grupo de rock, por supuesto— aclarándome que para poder pagar los instrumentos tuvieron que trabajar durante dos años de verbeneros en los pueblos, pues la necesidad obliga. Y ahora, en este preciso momento, vuelve a la música como cantante y guitarrista con “The Charlies”. También —sorpresa, sorpresa—con el espectáculo musical de “rockabilly” llamado “Johnny Levea & The Charlies”.

Además de su vena musical está su faceta deportiva. Desde muy jovencito —“Los buenos hábitos formados en la juventud marcan toda la diferencia”, según Aristóteles— descubrió que casi todos los deportes se le daban bien; mejor dicho, muy bien, llegando incluso a competir exitosamente en diferentes torneos en baloncesto, esquí y natación. Tristemente, por una inoportuna lesión en la espalda a los 15 años tuvo que dejarlos a nivel competitivo.

—No me sorprende, Diego, que, con todas estas actitudes e inquietudes, Adolfo Suárez te acogiera en su casa como uno más de su familia —le comento— hasta el punto en que, hoy, cuando te refieres al primer presidente del Gobierno de España tras la dictadura, lo hagas en términos cariñosos y respetuosos como “tío Adolfo”.

—Antes de nada tengo que explicar cuál es mi relación con la familia Suárez. La amistad de mi tío Adolfo con mi padre empezó desde la niñez. La figura de mi padre en la vida de Adolfo Suárez es importante, siempre ha estado a su lado, una amistad basada en el cariño, lealtad y admiración mutua. Mis padres fueron una gran ayuda emocional en los momentos difíciles siempre. Mis tíos formaban una pareja brillante y acogedora. Mi tía Amparo era una mujer cariñosa, inteligente, culta, con grandes valores y con un gran sentido del humor. Ella y mi madre estaban unidísimas. Esta íntima relación de las dos familias durante tantos años ha sido excepcional y fue apasionante vivir tan cerca de ellos. Por tanto, la relación es desde que nací. Recuerdo mi infancia con ellos, veraneos, vacaciones, etc. Y por supuesto, también con mi hermano Ferdi.

Viví con mi tío Adolfo cinco años, como un miembro más de su familia, primero en Moncloa y luego en su casa de la Urbanización La Florida. Él fue, por cierto, un gran valedor mío en el deporte —me responde—. ¿Cómo es posible que no seas el mejor en tenis, pero ganas el torneo? ¿Cómo es posible que no seas el mejor en ping pong, pero ganas el torneo? —me preguntaba— Y es que yo tenía entonces un gran “gen competitivo” y nos identificábamos totalmente, ya que él había sido también muy competitivo, tan competitivo que no le gustaba perder ni a los chinos.

Como puedes imaginar, José Antonio, nuestra afición por ver conjuntamente todos los deportes que se emitían entonces por Televisión Española era máxima, por lo que tratábamos de no perdernos nada. Veíamos con gran interés fútbol, baloncesto, balonmano, las motos, atletismo, sobre todo si participaban españoles, competiciones de clubs, de selecciones… en fin, casi todo el deporte. En el caso del fútbol se producían rivalidades simpáticas porque él y Adolfo Jr eran del Madrid, Mariam del Barça y yo del Atlético. Además, en esto de la afición por el deporte debemos incluir el tenis. A los 16 años y en el Palacio de la Moncloa tuve la suerte de recibir una clase magistral de Manolo Santana en la que me cambió la forma de dar a la pelota —yo soy zurdo— hasta el punto de que mi padre, al ver mi facilidad de adaptación y aprendizaje, me sugirió que me dedicara profesionalmente a este deporte. En fin, la afición por el deporte en casa de los Suárez ha sido muy importante. Hoy sigo recordando la importancia de la práctica del deporte por sus innumerables beneficios físicos y mentales y para la formación de valores humanos.

Según iba avanzando nuestra conversación para la serie “EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN”, sentí interiormente que debía titularla “En busca del tiempo perdido”. Sí, ya comprendo que estén pensando que me he cubierto de gloria —por falta de originalidad— eligiendo para esta nueva entrega el mismo título elegido por el escritor francés, Marcel Proust, para su obra cumbre. Me podrán decir —y esto yo lo debo aceptar con suma deportividad— que he sucumbido a la pretenciosidad tratando de emular a una de las más geniales creaciones literarias del siglo XX. Les daré a continuación mis razones.

“À la recherche du temps perdu“ (En busca del tiempo perdido) es, efectivamente, una obra maestra de la literatura del siglo XX, escrita por Marcel Proust con el propósito principal de preservar la desaparición de los recuerdos del pasado, sepultados por el tiempo, pero conservados en su inconsciente. Proust, con este genial trabajo autobiográfico, pretendía, además, superar su obsesión por la huida irreparable del pasado, aniquilador de personas y acontecimientos, viendo en el recuerdo del pasado un modo de poseer la vida y alcanzar la felicidad. En este sentido, mi conversador, Diego Alcón, no es que crea que la felicidad sólo se obtiene rememorando los momentos dichosos de la vida, pero sí que, reviviéndolos, nos ayudan a entender muchas cosas de nuestro presente.

—Me sigo enfadando mucho —me asegura— cuando alguien se refiere a Adolfo Suárez en términos despectivos o cuando fabulan sobre su actuación política, sin conocer verdaderamente los hechos.

—Yo diría que tú —apostillé— no sólo tuviste la suerte y el privilegio de conocerle muy de cerca, sino que, además, fuiste testigo excepcional de algunos momentos clave de la Transición como el del golpe de Estado del 23F. Un detalle, por cierto, sumamente importante de tu trayectoria vital descubierto en su día por la conocida periodista Angels Barceló, especializada en programas y magazines de carácter informativo y de divulgación, que la llevó a realizarte una entrevista radiofónica el viernes 27 de marzo de 2014, es decir, cuatro días después del fallecimiento de Adolfo Suárez.

Entrevista a Fernando Alcón en Hora 25 por Angels Barceló

—Sí, en efecto. A Angels Barceló le llamó mucho la atención que mi padre, Fernando Alcón, que había sido entrevistado por ella el viernes anterior, para hablar de la situación de la salud de Adolfo Suárez, le comentara que mi madre y él eran muy amigos de la familia Suárez; que iban a pasar los fines de semana y temporadas en Moncloa; y que yo viví con ellos 5 años cuando me vine a estudiar a Madrid.

En esta entrevista Angels te preguntó por tus recuerdos sobre el 23F.

—Sí. Para mí, como para cualquiera, aquel acontecimiento fue inolvidable. Yo estaba escuchando la radio con Adolfo junior en el tercer piso del Palacio de la Moncloa, que era donde estudiábamos. Al lado estaban los teletipos; así que salimos disparados a ver qué había pasado. Las primeras noticias de aquellos teletipos eran que se había tenido que suspender la sesión de investidura por la irrupción en el Congreso de un comando de la Guardia Civil. Lamentablemente pudimos saber que aquello era mucho más grave.

Entrevista a Diego Alcón en Hora 25 por Angels Barceló

—También te preguntó por el día a día con el presidente del Gobierno de España en su casa del Palacio de la Moncloa.

—Pues le comenté que, como te he dicho anteriormente, fue una auténtica suerte y un privilegio el compartir los cinco años que estuve con ellos. Y esto, no sólo con respecto a mi tío Adolfo, sino también con mi tía Amparo, una mujer maravillosa, así como con el resto de la familia, que me trataron como uno más. Yo diría que Adolfo padre fue para mí, en un 50% un segundo padre y, el otro 50% un gran amigo.

—Y tampoco faltó la pregunta relacionada de cómo era la convivencia con él en la cotidianidad.

Respondí que era una persona de unas costumbres sencillas. Por ejemplo, disfrutábamos jugando a las cartas por las noches. Ya en su casa de La Florida mantuvimos él y yo, mano a mano, muchos “match” al chinchón. Él casi siempre me ganaba viendo la televisión. Yo me ponía de espaldas para concentrarme, pero no había manera. En esos momentos se relajaba completamente, sobre todo viendo los deportes.

—Debo añadir que también aprendí en su casa a jugar al mus, ajedrez, mahjong…. 

Mientras escuchaba estas “intra-históricas” escenas contadas por Diego, un testigo excepcional de un periodo convulso y, al mismo tiempo, apasionante de la Historia de España, observaba en su rostro una cierta nostalgia y melancolía; una mezcla agridulce de emociones entre la felicidad y la tristeza. De tristeza, al darse cuenta que aquel maravilloso pasado era ya irrecuperable; de alegría, al ser consciente de que tuvo la suerte y el privilegio de disfrutarlo. Algo que me hizo comprender inmediatamente la afirmación del poeta, dramaturgo y novelista francés, Víctor Hugo, que “La melancolía es la dicha de estar triste”.

En aquel instante me hubiera gustado formularle la pregunta: ¿Qué sientes al darte cuenta de que aquellos prodigiosos años ya no volverán jamás? Sin embargo, reprimí mi curiosidad, al venir a mi memoria —probablemente por el “efecto magdalena de Proust”— el inolvidable slogan publicitario de Kodak: “Recordar es volver a vivir”. ¡Qué razón y visión de futuro tenía Kodak, la principal marca de cámaras y rollos fotográficos de aquella época, en la que para “congelar la realidad” en una foto no bastaba con sacar el celular y hacer clic! —exclamé para mis adentros—, por lo que consideré que no era oportuna hacerle esta pregunta, al caer yo mismo en la cuenta de que, al evocar momentos especiales del ayer seguimos, de un modo u otro, conectados al pasado y las personas que formaron parte de él. Una conexión mental que transforma la melancolía en felicidad.

—Diego: ¿Quién fue tu tío Adolfo, el hombre que hizo, junto con el conjunto de la sociedad española, que la concordia entre todos los españoles fuera posible?

—¡Un hombre generoso! —me afirma con toda claridad y rotundidad—

—¿Que nació generoso o se hizo generoso? —pregunté pidiéndole aclaraciones.

—Nació generoso y luego extendió su gran generosidad a todos los actos públicos y privados de su vida. La anécdota que te voy a contar te convencerá de por qué estoy convencido de que Adolfo Suárez nació con una gran generosidad innata. Verás.

Adolfo Suárez nació, como sabes, en Cebreros, un pueblecito abulense que hoy cuenta con una población de poco más de tres mil habitantes. Actualmente tiene dos grandes atractivos: La estación de seguimiento de satélites de la Agencia Espacial Europea y el Museo de Adolfo Suárez y la Transición.

Pues bien, cuentan los más viejos del lugar el episodio entrañable de un Adolfo niño en la calle. Los niños por entonces, como recordarás, jugábamos en la calle, con un repertorio de juegos amplísimo: el pañuelo, el clavo, el jinque, las canicas, las chapas, la peonza…

—Hoy, lamentablemente, enterrados en el olvido por los dichosos videojuegos y otros tantos artilugios hipermodernos —interrumpí—. Una pena —comenté lamentándome- porque estos juegos formaban parte de la cultura popular, mantenida viva durante siglos de forma oral por los niños y los jóvenes.

—Pues sí. Aquellos juegos tradicionales que nosotros conocimos, y que disfrutábamos agrestemente en el aire libre de calles y plazas, contenían unos valores educativos, socializadores y culturales de primer nivel. En este contexto de juegos infantiles, Adolfo niño observa que una amiguita está descalza, así que le pregunta:

—Oye: ¿Por qué estás descalza?.

—Porque se me ha roto la zapatilla —le aclara la niña—

—Pues… ¡cómprate otra! —le propuso Adolfo—

—Es que no les puedo pedir a mis padres que me compren otras zapatillas.

—Pero: ¿Cómo es que no puedes pedir a tus padres que te compren otras zapatillas?

—No, Adolfo, es que mis padres no tienen dinero para comprármelas.

Al escuchar esta respuesta tan triste de la niña, Adolfo se queda callado por un momento y a continuación le dice:

—Pues toma las mías.

Así que, dicho y hecho, se quitó sus zapatillas y se las entregó a aquella niña.

—¿Y tú, Adolfo, quién te va a dar unas nuevas zapatillas?

—Mañana —le respondió tan pancho—, mi abuela ya me comprará otras.

—Impresionante testimonio. No tengo palabras, de verdad, Diego. Sabemos que, por lo general, los niños suelen ser egoístas y que actúan con una actitud tendente a no querer compartir sus cosas con los demás.

—De ahí lo llamativo de este episodio entrañable de Adolfo niño. ¿Quién hace eso? Yo probablemente no lo hubiera hecho —me confiesa—. Pero hay más. Mi padre me ha contado que había en el Adolfo niño siempre una predisposición a integrar, a no dejar a nadie fuera de cualquier juego y actividad deportiva; lo que nos lleva a pensar que ese carácter generoso e integrador tan característico en él, ya nació con él, desarrollándolo de un modo notable en su edad adulta, tanto en el ámbito personal como público.

Esto confirma el principio de la psicología moderna de que cada cosa que hacemos durante la infancia construye la personalidad de nuestro futuro como adultos; que el entorno nos moldea y nuestras circunstancias de vida generan en nosotros una determinada respuesta. En fin, lo que vivimos de pequeños determina considerablemente nuestra vida adulta —apostillé—. Así que te propongo que sigamos la estela del espíritu infantil de tu tío Adolfo durante la afanosa época de adulto.

Todos los hombres, como sabes, tenemos un talón de Aquiles o punto vulnerable. Casi todas las biografías sobre Adolfo Suárez destacan que nació en Cebreros (Ávila) el 25 de septiembre de 1932 y falleció en Madrid el 23 de marzo de 2014; que fue el primogénito de los cinco hijos de Herminia González e Hipólito Suárez; que se licenció en Derecho por la Universidad de Salamanca en el año 1953, obteniendo el doctorado por la Complutense de Madrid; que desempeñó diferentes cargos públicos durante la dictadura franquista, tales como Gobernador Civil de Segovia, Procurador en Cortes o director general de Radiodifusión y Televisión; que en el primer gobierno de la Monarquía, todavía presidido por Carlos Arias Navarro, fue nombrado ministro secretario general del Movimiento; que, contra todo pronóstico, ​fue designado por S.M. el rey don Juan Carlos para el cargo de presidente del Gobierno en 1976, dimitiendo en 1981; que tuvo un comportamiento heroico durante el golpe del 23F; que se le considera uno de los grandes artífices de la Transición de la dictadura a la democracia; y que, por su abnegación y servicio a los intereses de España y de todos los españoles ha obtenido diferentes reconocimientos como el del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia y Doctor Honoris Causa por diversas Universidades.

Pues bien, como sabes, a pesar de esta brillante e impecable trayectoria política —muy resumida— algunos han tratado de minusvalorarlo argumentando que no fue un buen estudiante, que nunca leyó un libro de la primera página a la última, que era un inculto, un franquista de pro o un hombre perfecto para una Transición hipócrita. ¿Qué opinas tú al respecto?

—Que no comparto en absoluto estas opiniones. Ahí está su obra política ejemplar, coherente con que las creencias y las convicciones hay que traducirlas en actos; que los hombres y las mujeres valen por lo que hacen; que el quehacer público alcanza su sentido más pleno cuando se desarrolla en servicio a los demás; que el trabajo debe estar presidido por la razón, el sentido común y un claro ideal de justicia; y que las tareas más difíciles hay que llevarlas a cabo con sentido del humor, con la sonrisa en los labios, sin presunción, desde el más profundo respeto hacia todos. Pero también la grandeza humana que demostró con hechos en circunstancias muy adversas como el terrorismo de ETA en alza durante todo su mandato, el golpe del 23F o las enfermedades de su esposa Amparo y su hija Mariam, que denotan su capacidad de resistencia a la desgracia y la voluntad de empezar siempre de nuevo.

—En este sentido —apostillé— podría servir también en apoyo a tu opinión sobre Adolfo Suárez el refrán español “Obras son amores que no buenas razones”. Sabiduría popular que explica que cuando se quiere a una persona es necesario demostrárselo a través de las obras ya que son los actos los que demuestran si las palabras son ciertas o no.

—Pues sí. Adolfo Suárez desplegó en todos los actos de su vida una gran coherencia personal; y, además de ser un hombre inteligente desde el punto de vista de la inteligencia emocional como tú has escrito en uno de tus artículos de esta serie de “EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN”, lo fue también —a mi juicio— desde el cognitivo. La siguiente anécdota, jugando una partida de chinchón con él te va a sorprender.

—Pues, por mi parte, adelante. Soy todo oídos.

—En cierto momento, jugando a las cartas —casi siempre después de cenar— me recrimina:

—¡Pero… Diego, cómo echas esta carta!. Es que no te has dado cuenta de las cartas que yo he tirado. ¡Pero cómo puedes jugar tan mal!

—¡Qué pasa! ¿que tú cuentas las cartas? —le comenté algo enfadado.

—¡Claro!

—Venga, no te quedes conmigo. ¿Cómo vas a saber todas las cartas que han salido?

—¿Es que tú no sabes que yo tengo memoria fotográfica?

—Pues no. ¡Qué vas a tener tú memoria fotográfica! —exclamé bastante mosqueado. A ver, ¿cuáles han salido?

Pues aunque te pueda parecer insólito me dijo todas las cartas que habían salido. Como te puedes imaginar, yo no daba crédito a lo que acababa de ver.

—¿Pero es que tú no sabes que yo soy superdotado?

Hay que tener en cuenta —me aclara— que yo, a Adolfo Suárez, le he conocido desde pequeñito, percibiéndole siempre como una persona normal, como de la familia; la excepcionalidad sobre su personalidad me ha venido después, al contemplar su enorme relevancia política en la Historia de España. Por lo tanto, esta afirmación suya sobre sus capacidades cognitivas me pillaban “fuera de juego”. Pues bien, después me cuenta:

—Mira, Diego, cuando yo estudiaba en el Instituto de Enseñanza Media de Ávila era un mal estudiante, hasta el punto de que llevaba un curso de retraso. Entonces vinieron unos educadores (psicólogos o sociólogos) para hacernos unos test de inteligencia con el propósito de determinar nuestro coeficiente intelectual. Cuando llegaron los análisis de estos test, el profesor de la clase preguntó por los resultados. Le respondieron que eran normales, salvo que habían detectado que había un superdotado en la clase.

—¿Y quién es? —preguntó intrigado el profesor.

—Adolfo Suárez —le respondieron los educadores

—¡Imposible! De hecho, le he sentado atrás, en la última fila porque va con mucho retraso.

—Pues nos sorprende mucho. Aplicando los correspondientes márgenes de error —le comenzaron a explicar al profesor— el análisis de los test efectuados nos indican que es un chico superdotado.

—Entonces, de aquí en adelante: ¿Qué creen que debemos hacer con Adolfo Suárez?

—Cuidarlo y tratarlo de acuerdo con su especificidad.

Así que, de acuerdo con esta recomendación educativa, el profesor decidió desde ese mismo momento situarlo a su lado. Si es verdad que este chaval es superdotado —debió de pensar aquel profesor—, situándolo a mi lado se va a enterar de todo. Esta decisión resultó muy efectiva a la postre porque, continuando con el relato, él me terminó de contar que había sacado ese curso y el anterior que tenía atrasado. Y no sólo eso, desde entonces comenzó a interesarse por los estudios y continuar su formación en la universidad.

—¡Qué maravilla! —exclamé— Es un claro ejemplo de cómo la decisión inteligente y sensata de un profesor puede hacer progresar en la vida a una persona hasta límites insospechados.

—Tan insospechados como el de llegar a convertirse en el primer presidente democrático del Gobierno de España —me apostilló.

Aquel profesor del Instituto de Ávila tan importante para mi tío Adolfo y, de algún modo, para la Historia de España, se llamaba Minguela. Una vez alcanzado su gran sueño de ser presidente del Gobierno, se presentó en Ávila para darle las gracias y reconocerle lo importante que había sido para él. El profesor, ya muy mayor, al verle con toda la parafernalia presidencial, exclamó: ¡Adolfo, Adolfo, pero dónde has llegado!.

—¡De nuevo, el agradecimiento, una constante en su vida! —exclamé— Me he referido a este aspecto de su personalidad en mi artículo Adolfo Suárez, un alma grande”, del que hemos hablado antes. Y es que todas las personas que le han conocido muy bien, como María Ángeles López de Celis (Secretaría de Presidencia) o Antonio Regalado (periodista corresponsal de RNE), comentan que siempre daba las gracias por todo. Personalmente, yo siempre he interpretado este aspecto tan característico de la personalidad de Adolfo Suárez como un estado del alma; más que como un signo de buena educación —que lo es, sin duda— como un semblante que nos habla de una persona con una alta frecuencia vibratoria.

—Ya lo creo que la tenía. Volviendo de nuevo a su gran capacidad intelectual, que yo pude comprobar en múltiples ocasiones observando su gran concentración y memoria, amplia imaginación, intuición, empatía, seguridad en sí mismo, liderazgo… deseo contarte otra nueva anécdota que corrobora lo peculiar de su personalidad.

Poco tiempo después de que su mentor, Fernando Herrero Tejedor, dejara el Gobierno Civil de Ávila, para el que había trabajado como jefe de la secretaría, decide irse a vivir a Madrid. Para pagarse la pensión se hace maletero furtivo en la Estación de Príncipe Pío. Su trabajo consistía, como te puedes imaginar, en ayudar a los viajeros en el transporte de las maletas a cambio de recibir propinas. Evidentemente, esto no pasó desapercibido para los que trabajaban como maleteros de un modo legal, que lo veían como una amenaza para sus retribuciones adicionales. Es que estos buenos hombres, además de recibir su sueldo correspondiente por su trabajo legal retribuido, obtenían un sobresueldo con las propinas. Así que no les quedó otro remedio que denunciarlo ante la seguridad de la estación de RENFE para que lo apartaran de allí y dejara de hacerles la competencia.

Mi tío Adolfo, recordando aquellos momentos tan duros y esperpénticos, propios de una novela de Dickens, me contaba que más de una vez tuvo que salir corriendo de allí a toda prisa, tras la denuncia de uno de los maleteros. Posteriormente, casualidades de la vida, cuando tuvo un cargo relevante en la Administración, debido a su gran memoria fotográfica, identificó a la persona que le persiguió por la Estación y le llamó a su despacho.

—¿Se acuerda usted de mí? —le preguntó al maletero que le había denunciado.

—Pues no. Lo siento, no me acuerdo de usted.

—Yo soy aquel joven de la Estación de Príncipe Pío al que usted denunció.

Entonces, aquel buen hombre, al verse en esa situación tan comprometida, entró en pánico pensando en lo peor. Con mirada huidiza empezó a justificarse de este modo:

—Es que yo estaba cumpliendo con mi obligación. Yo no hacía nada malo. Discúlpeme, por favor, si le he podido perjudicar en algo.

—Por favor, no se preocupe —le comentó tratando de tranquilizar a este buen hombre. Usted no tiene nada que temer. Usted cumplió perfectamente con su obligación. Lo que pasa es que le he reconocido y he querido recordar con usted jocosamente aquellos momentos.

—Estoy seguro de que, conociendo como conocemos a Adolfo Suárez —comenté interrumpiendo el relato de Diego— tras este primer encuentro trataría de interesarse por él, por su situación profesional y familiar, dada su enorme empatía que siempre desplegaba hacia todas las personas a las que la propia vida le iba presentando.

—Es muy probable. Pero yo también creo como tú que el reencuentro con su “antiguo colega del mundo de la maleta” derivó en un interés por él, empatizando al máximo, poniéndose en su lugar, haciéndole saber que había vivido en carne propia lo que significaba aquel trabajo tan duro.

Y, ahora, voy con otra anécdota relacionada con su privilegiada capacidad para recordar caras y nombres de las personas que iba conociendo.

Me comentó que en un momento dado fue a pedir trabajo como abogado a una empresa. La persona encargada de hacer la selección lo recibió y lo examinó de un modo bastante displicente, sin ni siquiera mirarle a los ojos mientras repasaba muy a la ligera su currículo.

—¡Ni me miró, Diego!. ¡Ni me miró, ni un momento! Aunque te parezca increíble, aquella persona —de la que dependía mi futuro profesional en ese momento— no se interesó por mí en ningún momento. Tuve la sensación de que para este señor yo no era más que un don nadie.

—Ahora, al escuchar este testimonio tan aleccionador —comenté interrumpiendo el desenlace del relato— puedo comprender mejor que nunca el extraordinario comportamiento que tuvo con mi hermana Pilar —una chica de 20 años, tímida, de provincias y sin apenas recorrido profesional— a la que él no conocía previamente, recibiéndola en su despacho de director general de la Radiodifusión y la Televisión española. En este caso, lo extraordinario radica, como puedes ir deduciendo, en que en aquella etapa este cargo era de mayor enjundia que la de muchos ministerios. Se podría afirmar —sin caer en la exageración— que Adolfo Suárez por entonces mandaba más que algunos ministros de Franco. En mi artículo “La deseada entrevista” cuento en detalle cómo Adolfo Suárez recibió a mi hermana Pilar —que no era nadie desde un punto de vista de la relevancia política ni social— en su despacho; cómo se interesó por su situación personal y profesional; cómo le facilitó la información correspondiente para que pudiera presentarse a una convocatoria para la cobertura de plazas de auxiliares administrativos en este organismo público; y, todavía más sorprendente, cómo siguió su rastro, interesándose por los resultados que obtuvo en la misma.

Bueno, creo que se ve desde lejos la diferencia entre el comportamiento que tuvo aquel señor que, cuando Adolfo le pidió trabajo, ni siquiera le miró, y el que tenía él con cualquier persona, fuera ésta alta o baja, rica o pobre, poderosa o humilde.

—Sin duda. Pero la vida, como solemos decir, da muchas vueltas y el gavilán puede llegar a convertirse en paloma. Te sigo contando cómo quedó la cosa.

—¡Claro, adelante!.

—Pues resulta que ya como presidente del Gobierno, en una reunión en Moncloa con representantes de la organización empresarial CEOE, volvió a encontrarse con ese señor al que Adolfo le pidió trabajo y ni le miró. Al terminar la reunión, se dirigió a él pidiéndole amablemente que se quedara, pues deseaba hablar con él a solas.

—¿Usted no se acuerda de mi? —le preguntó Adolfo.

—Pues no, la verdad es que no.

—No se acuerda de mí porque cuando fui a verle para solicitarle trabajo en su empresa usted ni me miró. En ningún momento levantó su cabeza para mirarme.

—¡Impresionante! Me imagino que este señor, que no tenía por costumbre ni por conveniente, mirar a la gente que consideraba inferior, se quedaría hecho un flan.

—Creo que se quedaría destrozado, avergonzado, nervioso y desconcertado, aunque como siempre, la cordialidad y el carisma de Adolfo Suárez transformó aquel pasaje como un aprendizaje positivo.

—Es que Adolfo Suárez guardaba, como bien sabes, mucho las formas, plenamente consciente del principio esgrimido en la famosa película “Gladiador” de que “Lo que hacemos en esta vida tiene su eco en la eternidad”. Yo sostengo también que él tenía muy interiorizada la idea planteada en la película espiritual “El guerrero pacífico” de que “Cada momento es único, que no hay instantes vacíos”; que todo momento es un regalo de la vida; que las cosas ocurren sólo una vez.

Por cierto, hablando de momentos: ¿Conoces el affaire que tuvo Adolfo con Valery Giscard d’Estaing, a la sazón presidente de la República Francesa?

—Sí, conozco esa historia rocambolesca —me dice Diego— aunque con diferentes versiones. Así que me gustaría escuchar la tuya.

—Te la cuento encantado. Es la que yo he leído y escuchado en diversas ocasiones. 

Valéry Giscard D’Estaing, como bien sabemos, era un pura sangre francés, muy chovinista y arrogante. Llevaba la política en las venas: su madre era hija y nieta de políticos que habían pasado por el Parlamento, el Senado y algún que otro ministerio. Él, tras pasar por el parlamento y el ministerio de Finanzas, había conseguido ser el vigésimo presidente de la República Francesa con 48 años. ¡Ahí es na!.

Era público y notorio que entre ambos dirigentes no había buen feeling. Que Giscard d’Estaing no se llevaba nada bien con Adolfo Suárez, que no lo soportaba, tratándolo como un advenedizo. Para escenificar su animadversión le tuvo una hora esperando en el Palacio del Elíseo. Y Adolfo Suárez que, como sabes, era un hombre de grandes reflejos, se hizo el longuis contemplando los cuadros expuestos en las paredes de un largo pasillo de este palacio, para obligarle a que saliera a buscarle.

Si como te he comentado anteriormente, Adolfo, en su calidad de director general de Radiodifusión y Televisión, se levantó de su sillón para recibir con afecto e interés, en un gesto sublime de cortesía —no hay manifestación de verdadera cortesía que no se base en un profundo fundamento moral— a mi hermana Pilar, que esperaba en la antesala de su despacho, era de esperar —qué menos, por favor— que el presidente Giscard saliera a recibir inmediatamente al presidente Suárez. Pero no, el sr. Giscard d´Estaing mantenía su trasero bien pegado a su sillón presidencial, a la espera del correspondiente rendimiento de pleitesía. Mientras tanto, el presidente Suárez seguía a lo suyo, simulando interés por las obras expuestas. Su teatralización llegó a ser tan buena que, incluso, para que su simulado interés por aquellos cuadros fuera creíble, preguntó a alguien que le explicara algunos detalles. Así, hasta que monsieur d´Estaing entró en cólera, perdiendo la paciencia y hasta las formas, obligándose a levantarse de su asiento para recibir al legítimo representante del pueblo español.

—Ja, ja, ja. ¡Qué bueno! —me comenta Diego con una risa de oreja a oreja—. La historia es muy buena y básicamente coincide con lo que yo ya conocía, aunque Giscard no le hizo esperar una hora, eso hubiera estado fuera de cualquier protocolo. Adolfo era muy rápido de reflejos y con un enorme autocontrol. En los regates cortos era insuperable.

—Lo era. Ya lo creo que lo era. Mira si lo era que esta esperpéntica historia con don Valery no terminó ahí. Seguramente conocerás que, después de obligar al máximo representante de la “grandeur de la France” a salir de su despacho para recibirle, fueron a almorzar. Ya en el comedor le presentó un “Château Lafite”, al parecer un vino excelente francés de la mejor añada, preguntándole displicentemente:

—“¿Sabe usted cuánto vale este vino que va a tomar?” A lo que Adolfo Suárez le responde:

—“Yo solo bebo leche y, por cierto, para comer, me gustaría que me pusieran una tortilla francesa bien pasada”.

—Ja, ja, ja, sí, es que así era mi tío Adolfo de gallardo y audaz. La anécdota me consta que no fue así. Me contó que sí le ofrecieron el vino, pero Giscard no le preguntó sobre su valor. Sí rechazó el vino que le iban a servir y pidió un vaso de leche. Tampoco me cuadra que pidiera tortilla francesa. 

La afrenta francesa a nuestros productos agrícolas —añade Diego— la tenía muy presente y le pareció un pequeño gesto del malestar español al boicot de transporte de nuestros productos en Europa y a nuestra entrada en la UE. Además, y casi peor, Francia no colaboraba nada en nuestra lucha contra el terrorismo, ya que permitían que los terroristas se escondieran tras la frontera francesa. 

—En fin, las tensiones entre ambos políticos llegaron, incluso, a lo personal —le seguí explicando— A Giscard no le gustaban los efusivos saludos de Suárez. A Suárez tampoco le gustaba que Giscard le puenteara hablando directamente con Zarzuela. Giscard trataba de menospreciar a Suárez por su falta de preparación en cuestiones económicas y culturales. Suárez se  indignaba al observar el trato preferente de Giscard a sus homólogos europeos Helmut Schmidt y Margaret Thatcher.

—Esa supuesta “falta de preparación”  de nuestro Presidente del Gobierno —interrumpe Diego— es una auténtica falacia nacida de la primigenia derecha española a principios de la democracia, ya que él era el enemigo a batir y no se encontraban otros argumentos con los que poder atacarle. Te puedo asegurar que en su casa he vivido un ambiente cultural alto, rico en lecturas de todo tipo, conversaciones sobre pintura, música clásica y moderna, cine, teatro con Gustavo Pérez Puch y Mara, grandes amigos de la familia… En fin, un ambiente muy enriquecedor. Mis tíos formaban una pareja brillante, fuera de lo común. La capacidad intelectual de Adolfo Suárez brillaba sobre todo en las distancias cortas, y en las reuniones con catedráticos, empresarios, políticos y todo tipo de agentes sociales. Siempre destacaba.

Al finalizar mi reflexión sobre el público y notorio “aprecio y cariño” que se tenían ambos mandatarios, miré instintivamente mi reloj, que marcaba las nueve y quince minutos de la noche. Llevaba, pues, más de dos horas conversando animosamente con Diego sobre su tío Adolfo en los jardines del emblemático Parador de Ávila. A los dos se nos había pasado el tiempo volando. En ese momento había bajado bastante la temperatura y comenzábamos a sentir frío. Es que, en Ávila, la ciudad mejor amurallada del mundo, el lugar donde se escuchan todavía los silencios, así como tierra de cantos y muchos santos, hay que ponerse algo de cintura para arriba por las noches y arroparse en la cama para dormir, incluso habiendo tenido un día tan caluroso como este del mes de agosto.

—Oye, Diego, está empezando a refrescar. ¿Te parece que pasemos dentro?

—Sí, claro. Dentro estaremos mejor.

—Por cierto, ¿hasta qué hora podemos seguir conversando sobre tus recuerdos relacionados con tu tío Adolfo?

—Para las cosas de mi tío Adolfo no tengo hora. Así que, por mi parte, podemos seguir conversando toda la noche. No tengo ningún problema.

—¿Te parece entonces que continuemos nuestra interesante conversación disfrutando al mismo tiempo con las exquisitas raciones  —plaisir à deux, para el “simpático” y “empático” monsieur Valery Giscard d’Estaing— que ofrece este Parador en cafetería?

—Me parece perfecto.

Y, en efecto, no lo hubo. Nuestra conversación continuó animadamente hasta la hora tope fijada para el servicio de cafetería de este Parador, un antiguo palacio, el Palacio de Piedras Albas, de relatos de leyenda. Pero no se equivoquen. No saquen la conclusión de que Diego y yo somos “dos cierrabares”. Yo no soy trasnochador, sino madrugador, aunque no al modo de don Quijote, amante de la caza. Diego sí, lo es, pero por exigencias del guión (cuestiones profesionales), que le obligan a trabajar a horas intempestivas.

Como el niño o la niña que está en la cama para dormirse, y para que se duerma de una vez, su papá, su mamá, su abuelo o su abuela, le cuentan el último cuento, le pedí a Diego que me contara la última anécdota, la última historia, la última reflexión, antes de que la carroza real se convirtiera en calabaza, echando por tierra la magia de aquella noche plagada de bellos y gratos recuerdos.

—Te cuento, encantado, la última. Se trata de un pasaje de mi vida en el que probablemente mi tío me salvó la vida.

Sería el año 1993 cuando la directora de la empresa de consultoría en la que yo trabajaba me ofreció la posibilidad de ir a Ruanda como asesor tecnológico del Ministerio de Economía ruandés. Se trataba de una especie de contratación por parte de la Unión Europea para trabajos de cooperación internacional. Es decir, yo iría como representante de la cooperación de la Unión Europea a trabajar de asesor tecnológico en unas condiciones excelentes.

Aquello me resultaba muy atractivo. Lo primero que hice al llegar a casa fue consultar la enciclopedia para conocer toda la información posible del país: territorio pequeño en el centro de África, con una orografía muy diversa y con cerca de 10 millones de habitantes divididos en dos etnias: los Hutus (también llamados Buhutus) y los Tutsies. Aunque la enciclopedia informaba del constante conflicto de varios siglos entre estos dos grupos de población, me pareció algo normal de la zona, no parecía nada alarmante para alguien que fuera comisionado como delegado de la Unión Europea.

En aquel momento no se había escuchado hablar nada de Ruanda, no había ocurrido nada lo suficientemente destacado para salir en las noticias de la televisión o la radio (por aquel entonces Internet no existía). En ningún momento tuve la sensación de que fuera un sitio crítico o peligroso, y ni siquiera pensé en la fauna local ya que iba a vivir en la capital, Kigali.

Cuando ya pensé que tenía todo documentado, se lo comenté a mis padres y a mi novia. Aunque tuve respuestas de todo tipo, yo ya estaba bastante ilusionado. Yo era un joven de 29 años y me apetecía la “aventurilla”. Mi padre, viendo cómo yo estaba enfocando el asunto, no me dijo nada en contra. Pensaba por un lado que las condiciones económicas eran enormemente atractivas y que yo iba a trabajar en nombre de la Unión Europea. Los dos creímos que podría suponer un gran salto para mí. Pero entonces soltó una frase vital: “tienes que ir a contárselo a tío Adolfo a ver qué opina”. Y yo asentí sin perder un ápice de ilusión.

Al día siguiente fui a ver a mí tío a su casa de La Florida. Estuvimos hablando en el comedor. Recuerdo que yo me senté en la silla que habitualmente era la suya en las comidas, mientras él escuchaba y paseaba de lado a lado, como a él le gustaba hacer en la intimidad de su casa con los amigos. Empecé a hablar exponiendo los detalles del trabajo que me habían ofrecido, con la ilusión de alguien que ya tiene prácticamente decidido el viaje.

Entonces él me empezó a hablar de Ruanda. Comenzó a darme datos de todo tipo, pero sobre todo de la población y su conflicto permanente entre los Hutus y los Tutsies, de quiénes estaban gobernando, qué países estaban detrás de su gobierno, de las actividades económicas… en fin, toda una serie de detalles que ni siquiera venían en la enciclopedia que yo consulté. Yo no daba crédito a lo que estaba escuchando, estaba perplejo. Poca gente en España sabía una sola palabra sobre Ruanda, no salía en la prensa ni en ningún lado y él me estaba dando una conferencia sobre el país. Mientras yo le escuchaba me preguntaba cómo era posible que supiera tanto de un país tan pequeño en el centro de África.

Lo peor fue cuando tras darme todo tipo de datos me dijo: “No te recomiendo que aceptes ese trabajo, no lo cojas porque van a entrar en una guerra civil y puede ser muy sangrienta”.

Yo estaba desencajado, no esperaba para nada escuchar ese consejo. Yo no quería creerlo, no quería hacerle caso, no quería, no… Entonces fue cuando de forma tajante y vehemente me dijo:

“Diego, soy tu tío, te conozco perfectamente y conozco esa mirada. ¡Te prohíbo terminantemente que vayas a Ruanda!”.

No tuve más remedio que asumirlo de forma inmediata, era lo más inteligente después de lo escuchado. Y sonriendo dije “joer, de acuerdo, no iré”.

Cuando llegué a casa lo primero que hice fue preguntar a mi padre – ¿tú has llamado a tío Adolfo para contarle lo de Ruanda? – “No”, me contestó tranquilamente. Y yo pensé, “increíble, lo de hoy ha sido de flipar”. Y les conté a mis padres la conversación como “otra anécdota más de tío Adolfo”.

Unos meses después, Ruanda se nos hizo tristemente conocida para todos. Ahora sí que salió en televisión, radio y prensa escrita durante varios días, incluso meses. La guerra civil empezó con un genocidio salvaje entre las dos tribus, sobre todo de los Hutus contra los Tutsies, y se llevaron por delante monjas, misioneros, sacerdotes, diplomáticos, incluso algunos representantes europeos. Más de 800.000 personas murieron. Fue horrible, como todos sabemos.

Y por eso cuento la anécdota así: ¡mi tío me salvó la vida!

—Y, por último, Diego, ¿qué aprendiste de esta experiencia que pudo ser terrible pero que, afortunadamente, se quedó en una buena anécdota?

—Sencillamente que en la vida, como en las cartas, en los juegos y en los deportes —metáforas de la propia vida— hay que estar siempre muy concentrados, muy bien informados, muy presentes, tan presentes como siempre lo estuvo mi tío Adolfo.

José Antonio Hernández de la Moya y José Francisco Adserias Vistué en EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN

© Fotografías privadas. Colección familia Alcón.

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